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Por teléfono

No podía sentir indignación hacia ella. Se dice a sí mismo que tiene motivos de sobra para montar el numerito de hombre despechado. Para desear no volver a verla, no saber nada de ella, llamarla puta y colgar el teléfono. Pero no siente eso. Permanece callado. Sosteniendo el auricular. Sin necesidad de luchar por ella o rescatarla de su zozobra: sus frases son jirones arrancados a la fuerza de palabras balbuceantes. La pobre la ha jodido y ahora no queda más remedio que tragarse la confesión. Pobre incauta, repite mentalmente el hombre, que sigue impávido. El que se hubiera comportado ella en los últimos meses como se había comportado formaba parte de sus previsiones sobre Lucía, saltando de un platillo a otro en la balanza de cruz. Volvía a rondarle la idea de montar el numerito de cualquier persona decente en estos trances: por qué me has hecho esto, qué te he hecho yo para que me pagues así. Insultarla puta. Pero la cólera no formaba parte de sus activos. Se ruborizaba si se imaginaba farfullando ese tipo de frases hechas, le recordaban al niño que miraba, junto a su madre los días que no tenía colegio, los culebrones venezolanos de la sobremesa. Hasta se sonrió para sus adentros (siempre tuvo un respeto reverencial al teléfono, y conversando con el artilugio entre sus manos se comportaba gestualmente como si su interlocutor estuviera físicamente delante de él. Nunca entendió la impudicia de esa gente que masticaba chicle al aparato o esa otra que se llevaba el inalámbrico al lavabo). Se reía de él mismo, enfrente del espejo, sosteniendo el teléfono bien acoplado a la oreja, sobreactuando como un afamado director de cine que en una toma de su película interpreta a un personaje simpático e irreverente, nada comprometido con la trama del thriller. Prestó de nuevo atención al soliloquio. En un silencio que no osó romper al enumerar Lucía la relación de hombres con los que se había acostado en los tres últimos meses: once en total. ¡OH, sorpresa! y él que pensaba que se la estaba jugando con un pringado que trabaja con ella. Once en total... entre los que estaban Pablo y Luis. ¿No vas a decir nada? No, no iba a decir nada. Lucía, con la voz entrecortada de la indignación por el silencio indiferente del hombre, entró en detalles. Lo más excitante, aunque era de suponer, había sido hacerlo con Luis y Pablo. ¿Te lo esperabas? No. No se lo esperaba. Con Pablo y Luis. ¿Me oyes? Primero Luis y luego Pablo. ¿Y sabes qué?, en estas sesiones de sexo a destajo los llamaba por tu nombre; ellos se lo pasaron en grande, si no pregúntales, y lo de tu nombre era la única condición que exigía para dejarme hacer. Reconocerás que así la traición era más excitante, descarnada y manifiesta para todos... para que ellos participaran en la primera línea del frente y no sintieran la tentación de recular o sentirse a salvo, inocentes o embaucados. Confesó sin tambalearle la voz que, como a estas alturas se imaginaría, los incitó ella, sí, la perra ninfómana de Lucía. Los provocó poco a poco para que a la hora de la verdad no se sintieran acosados ni culpables. Pero que tampoco fueran a las primeras de cambio con la buena nueva de la promiscuidad de Lucía con la excusa del remordimiento. No. Hubo que trazar un minucioso proyecto de seducción para que cuando se hubiera consumado el engaño ignoraran cómo habían llegado hasta allí y se despertaran al día siguiente con la convicción pastosa del cloroformo de que todo había sido un incidente sin consecuencias.

 
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