Y ambos gritaban, exclamando luego:
-¡No nos oyen! ¡No nos oyen!
-¡Santo ángel de mi guarda! ¿Por qué
no me oyes?
Y entretanto fue cayendo la noche. Las ventanas se iluminaban
en el caserío. Allí había padres que besaban a sus hijos.
Fueron saliendo las estrellas en el cielo. ¡Diríase que miraban la
tragedia de aquellas tres manitas enlazadas que no querían soltarse, y se
soltaban! ¡Y las estrellas no podían ayudarles, porque las
estrellas son muy frías y están muy altas!
Las lágrimas amargas de Gabriel caían sobre la
cabeza de su hermano. ¡Se veían juntos, cara a cara,
apretándose las manos, y uno iba a morirse!
-Suelta, hermanito, ya no puedes más; voy a morirme.
-¡Todavía no! ¡Todavía no!
¡Socorro! ¡Auxilio!
-¡Toma! Voy a dejarte mi reloj. ¡Toma,
hermanito!
Y con la mano que tenía libre sacó de su bolsillo
el diminuto reloj de oro que le habían regalado el Año Nuevo.
¡Cuántos meses había pensado sin descanso en ese
pequeño reloj de oro! El día en que al fin lo tuvo no
quería acostarse. Para dormir, lo puso bajo su almohada. Gabriel miraba
con asombro sus dos tapas, la carátula blanca en que giraban poco a poco
las manecitas negras y el instantero que, nerviosamente, corría,
corría, sin dar jamás con la salida del estrecho círculo. Y
decía: "¡Cuando tenga siete años como Carlos,
también me comprarán un reloj de oro!" "No, pobre
niño; no cumples aún siete años y ya tienes el reloj.