-¡Hermano!, ¡hermano!
-¡Ven acá!, ¡ven acá! No quiero que
te mueras.
Nadie oía. Los niños pedían socorro,
estremeciendo el aire con sus gritos; no acudía ninguno. Gabriel se
inclinaba cada vez más sobre las aguas y tendía las manos.
-Acércate, hermanito, yo te estiro.
Carlos quería nadar y aproximarse al muro de la presa,
pero ya le faltaban fuerzas, ya se hundía. De pronto, se movieron las
ondas y asió Carlos una rama, y apoyado en ella logró ponerse
junto del pretil y alzó una mano; Gabriel la apretó con las
manitas suyas, y quiso el potro niño levantar por los aires a su hermano,
que había sacado medio cuerpo de las aguas y se agarraba a las salientes
piedras de la presa. Gabriel estaba rojo y sus manos sudaban, apretando la
blanca manecita del hermano.
-¡Si no puedo sacarte! ¡Si no puedo!
Y Carlos volvía a hundirse, y con sus ojos negros muy
abiertos le pedía socorro.
-¡No seas malo! ¿Qué te he hecho? Te
daré mis cajitas de soldados y el molino de marmaja que te gustan tanto.
¡Sácame de aquí!
Gabriel lloraba nerviosamente, y, estirando más el
cuerpo de su hermanito moribundo, le decía:
-¡No quiero que te mueras! ¡Mamá!
¡Mamá! ¡No quiero que se muera!