-¡Vamos! -le dijo-, llevaremos un Monitor para hacer
barcos de papel y les cortaremos las alas a las moscas para que sirvan de
marineros.
Y Carlos y Gabriel salieron muy quedito para no despertar a su
mamá, que estaba enferma. Como era día de fiesta, el campo estaba
solo. Los peones y trabajadores dormían la siesta en sus cabañas.
Gabriel y Carlos no pasaron por la tienda, para no ser vistos, y corrieron a
todo escape por el campo. Muy en breve llegaron a la presa. No había
nadie: ni un peón, ni una oveja. Carlos cortó en pedazos el
Monitor e hizo dos barcos, tan grandes como los navíos de Guatemala. Las
pobres moscas, que iban sin alas y cautivas en una caja de obleas, tripularon
humildemente las embarcaciones.
Por desgracia, la víspera habían limpiado la
presa, y estaba el agua un poco baja. Gabriel no la alcanzaba con sus manos.
Carlos, que era el mayor, le dijo:
-Déjame a mí que soy más grande. Pero
Carlos tampoco la alcanzaba. Trepó entonces sobre el pretil de piedra,
levantando las plantas de la tierra, alargó el brazo e iba a tocar el
agua y a dejar en ella el barco, cuando, perdiendo el equilibrio, cayó al
tranquilo seno de las ondas. Gabriel lanzó un agudo grito.
Rompiéndose las uñas con las piedras, rasgándose la ropa, a
viva fuerza logró también encaramarse sobre la cornisa, teniendo
casi todo el busto sobre el agua. Las ondas se agitaban todavía. Adentro
estaba Carlos.De súbito, aparece en la superficie, con la cara amoratada,
arrojando agua por la nariz y por la boca.