Cuando llegas, ¡oh mañanita de San Juan!, recuerdo
una vieja historia que tú sabes y que ni tú ni yo podemos olvidar.
¿Te acuerdas? La hacienda en que yo estaba por aquellos días era
muy grande; con muchas fanegas de tierra sembrada e incontables cabezas de
ganado. Allí está el caserón, precedido de un patio, con su
fuente en medio. Allá está la capilla. Lejos, bajo las ramas
colgantes de los grandes sauces, está la presa en que van a abrevarse los
rebaños.
Vista desde una altura y a distancia, se diría que la
presa es la enorme pupila azul de algún gigante, tendido a la bartola
sobre el césped. ¡Y qué honda es la presa! ¡Tú
lo sabes...!
Gabriel y Carlos jugaban comúnmente en el jardín.
Gabriel tenía seis años; Carlos, siete. Pero un día la
madre de Gabriel y Carlos cayó en cama, y no hubo quien vigilara sus
alegres correrías. Era el día de San Juan. Cuando empezaba a
declinar la tarde, Gabriel dijo a Carlos:
-Mira, mamá duerme y ya hemos roto nuestros fusiles.
Vamos a la presa. Si mamá nos riñe, le diremos que
estábamos jugando en el jardín.
Carlos, que era el mayor, tuvo algunos escrúpulos
ligeros. Pero el delito no era tan enorme, y además, los dos
sabían que la presa estaba adornada con grandes cañaverales y
ramos de zempazúchil. ¡Era día de San Juan!