¡Es un curioso cuento de Navidad, caramba! El viejo tío Roland, un marino que comandaba la división, hombre de pelo en pecho, nos había mandado a hacer un reconocimiento a lo largo del Doubs, hasta Plommecy, a doce leguas de Besaçon.
Habíamos caminado todo el día, ya por el camino de sirga, en que la nieve tenía un pie de alto, ya por los atajos, que una tropa de bueyes había convertido en un lodazal.
Gracias a las vueltas del río, y a pesar de los atajos, habíamos andado más de diez leguas desde las cuatro de la mañana, cuando llegamos a Plommecy, al caer la noche.
Taciturnos, molidos, mudos, íbamos arrastrando los pies, con el balance pesado y regular de los soldados cansados, que de tiempo en tiempo se encogen de hombros para acomodar la mochila.
Sólo un viejo contrabandista, a quien llamábamos el zapador a causa de su larga barba, había conservado agilidad y empuje. Andaba con el mismo paso vivaracho y sólido, y a través de su bigote lleno de carámbanos, canturreaba la interminable canción:
Mon habit a deux boulons,
marchons légère, légère,
mon habit a trois boutons,
marchons légèrement.
Recobramos un poco de vigor al acercarnos a Plommcey. Allá, a la orilla del agua, sobre el cielo de un gris empañado, los techos, cubiertos de nieve, formaban grandes manchas blancas.
-¡Vamos, vamos -dijo el zapador, -valor en las suelas, hijos!
Y cantaba:
Y aura la goutte a boire là-haut,
Y aura la goutte a boire.
Redoblamos el paso para llegar.
Nadie se acordaba de los prusianos. Desde la madrugada pateábamos por señalarlos, y no los habíamos encontrado una sola vez.
-¡Son unos farsantes! -decía un gracioso. No se dejan ver y hay que reconocerlos.
Sin embargo, se pensó en ellos en los alrededores de la aldea. ¡Ningún movimiento! ¡Ni una luz! ¡Un silencio de muerte! ¿Aquellos demonios estarían, acaso, emboscados allí?
Cada cual armó el gatillo de su chassepot, y puso el dedo en el disparador. Las piernas fatigadas volvieron a ponerse elásticas, las cinturas entumidas recobraron su flexibilidad para la marcha encorvada, y entramos en las primeras casas, prontos a descansar de un día de marcha con una noche de combate.
-¡Ah! esto parece un cementerio -dijo uno. ¿Si llamáramos a esta puerta? Aquí nos dirán lo que pasa; hallaremos por lo menos con quien hablar, a tiros aunque más no sea.
Golpeamos. Nadie contestó.
Golpeamos a otra puerta. Nadie tampoco.
A la tercera, el teniente dio un gran puntapié en el tablero de madera, y como la puerta se abrió con el choque, entró en la casa, revólver en mano. Diez hombres le seguían. Cinco nos quedamos en la calle para vigilar la casa.
Tres minutos después, los nuestros volvían con cara inquieta. La casa estaba vacía. Abrimos otra, y otra más. Siempre lo mismo: la aldea estaba abandonada.
-¡Diablo, diablo! -exclamó el teniente. -Los prusianos han andado por aquí, mientras mirábamos correr el agua del Doubs. Los aldeanos habrán huido hacia Baume. Habrá que tener mucha vigilancia esta noche.