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-¿Para ti? Un tambor...

-¿Y para mí?

-Un látigo para azotarte si no eres juicioso...

Las carcajadas suceden a las preguntas.

El más pequeño es el que se agita más. Abre tamaña boca; los hoyuelos le agujerean los carrillotes rosados; palmotea...

-¡Es un amorcito! -dice la madre.

-¡Miren el gordiflón! -exclama el padre.

Mientras tanto, un anciano se acerca a la taberna, por la calle negra como boca de lobo.

Pasa de una acera a otra, mirando bajo las inciertas luces. De vez en cuando se inclina; estira la mano; luego la retira murmurando algunas palabras:

-Siempre me parece verla. Estaba seguro de haberla visto...

Ya está frente a la puerta del tabernero.

Se detiene. Su pesquisa es más minuciosa que nunca...

i Nada!

Se endereza, entra, saluda humildemente. Le tiembla la voz:

-¡Disculpe usted!.. ¿No habrá visto... por casualidad... un portamonedas?

-No.

Y el viejo exclama:

-¡Dios mío! ¡Dios mío! -Y hablando entre el gentío de la taberna como si se hallara solo, continúa: -¿Qué dirá mi mujer? ¡Mi pobre mujer!

Es tan vieja como yo. Cuando llegue la fiesta de San Martín, cumpliremos cincuenta años de casados... En lodo ese tiempo no he dejado un solo sábado de llevarle la paga de la semana... Si no había trabajo, me ingeniaba, hacía cualquier cosita, pero siempre me las campaneaba... Desde que llegué a viejo he ido ganando menos; pero los viejos nos contentamos con poco: no pensamos en trajes ni adornos, y nuestras piernas nos arrastran con demasiado trabajo para que pensemos mucho en paseos... En los años buenos, y hasta en los malos, siempre he podido bastarme. Pero las economías se han marchado... Cierto que los hijos están establecidos, y que no debemos nada a nadie... ¿Pero, ahora, como vamos a hacer, Dios mío? ... Recurriría a mi hijo... ó al patrón... Pero al patrón no le gustan los adelantos, y mi hijo tiene sus compromisos... Y luego, ¡pedir!... ¡Si ya no pudiera trabajar, todavía pase! pero soy robusto. La vista se me acorta un poco, nada más, y no oigo tan bien como antes... Pero tengo buenos brazos, y las piernas no flaquean. Vivo en Belleville, y Belleville no es aquí a la vuelta. ¡Pues bien! no me acuerdo de haber subido en ómnibus más de tres veces, y eso para ir más ligero, y no porque estuviera cansado... ¡Vamos! ¡ya veo que todo se ha perdido! tengo que marcharme. Mi mujer debe estar inquieta ya, estoy seguro... Las mujeres son tontas. Cuando uno anda en la calle se afligen. Cuando vuelve, lo pelean... «¡Ah! ¡ya estás aquí!

¿De dónde vienes? ¿Qué has andado haciendo hasta tan tarde en la calle? ¡Un día de paga! ... a que te has gastado el dinero...» Pues sí, señora, ¿ y que hay con eso? ¿Mi dinero no es mío, acaso?.. ¡Vaya, tómalo, avarienta!.. y nos echamos a reír... Pero esta noche, ¿qué le contestaré a mi mujer?.. No le llevo nada... por primera vez. Tenía dinero y lo he perdido. ¡Perdido... perdido!..

Y dos lágrimas, cayendo de los ojos del obrero, rodaron por las arrugas de sus mejillas.

Las enjugó enseguida.

-El portamonedas lo habrá encontrado algún borracho, algún haragán... Un obrero decente lo hubiera depositado en el mostrador, considerando que yo había de venir a reclamarlo... Habría dejado sus señas...

-¡Pues hombre, sí, en efecto! ¡Me han dejado unas señas! -exclamó la tabernera.

Y dio al viejo el nombre de Pedro y las señas de su casa.

 
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