LA JOVEN GRIEGA
El automóvil recorría la avenida, entre frondosos ficus que
pugnaban por sacar los pies de tierra y echarse pesadamente a andar. Sus
esfuerzos había levantado la pista y el coche subía y bajaba esas lomas que eran
como monumentos a la terquedad parsimoniosa de los árboles. Una válvula
repiqueteaba en el motor produciendo una irritación sistemática. En la radio, la
voz anodina anunciaba un fallido golpe militar, las últimas matanzas de niños en
Yugoslavia, un devastador terremoto en el Cairo, la elección de un nuevo
Presidente en los Estados Unidos y el triunfo en el fútbol del Alianza Lima
sobre el Universitario de Deportes.
Pipo viró a la derecha y luego
nuevamente a la izquierda para tomar la dirección del Centro de Lima. Isabel, su
mujer, hablaba incansablemente a su lado:
-"Las cosas no van bien entre nosotros, Pipo. Tú ya no eres el de
antes. Estás distante...".
En la esquina, tuvieron que detenerse ante una luz de tránsito.
Inmediatamente fueron acosados por docenas de vendedores ambulantes que ofrecían
incoherentemente los fragmentos de un mundo absurdo. Por la ventana entreabierta
del conducto, aparecían rostros sudorosos y desencajados que intentaban
introducir dentro del automóvil toda suerte de artefactos domésticos, antenas
para autos, teléfonos portátiles, globos, juguetes para niños, licores de
contrabando y una variedad de frituras y dulces de todos los colores y olores,
en un esfuerzo desesperado por vender su mercadería. En medio de ese barullo de
motores ronroneantes y de voces estridentes, un magro atleta pasó impasible
entre los apretados automóviles saltando elegantemente la soga, mientras en su
sudorosa camiseta llevaba un prometedor anuncio: "Mente sana en cuerpo sano.
¡Cómpreme una soga!".
Cuando el vendedor de cigarrillos pasó el brazo completo y le puso
agresivamente una cajetilla de cigarrillos delante de la boca, Pipo tuvo la
sensación de que pretendían violarlo. Sin embargo, contuvo su ira y se limitó a
hacerle una reflexión sanitaria.
-"No vendas cáncer", le dijo en tono seco.
El vendedor retiró la mano, acercó la cajetilla a sus ojos con
aire desconcertado y luego se fue hacia otro automóvil mostrando claramente en
su rostro el desprecio que le producían esos
automovilistas que ni siquiera conocían las marcas de los cigarrillos. Tres
individuos con pasamontañas rojos rodearon amenazadoramente el automóvil y,
asomándose por cada ventanilla, les ofrecieron a gritos disfraces del
Hombre-Araña para la próxima Fiesta de las Brujas. Sintió un ruido en la
maletera. Miró por el espejo retrovisor y comprobó con disgusto que un enorme
gorila, negro y peludo, los observaba por la ventanilla posterior. ¡Otra vez
alguien que pretendía vender un disfraz! ¿No se dan cuenta cuando a la gente no
le interesa algo?, se preguntó Pipo. De pronto, cuando la luz de tránsito se
encontraba a punto de cambiar para darles pase, un mocetón se acercó con paso
rápido y le puso una pistola delante de la cara. Aún antes de que tuviera tiempo
de asustarse, el muchacho disparó el arma y un pequeño guante de box, unido por
un fuelle al interior del cañón y golpeó la nariz de Pipo en medio de una
risotada del chico que retumbó en los cerros vecinos.