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Empezó a anochecer.
Nuestra casa se hallaba en la calle de la Nobleza, por la que,
a falta de un buen jardín público, se paseaba todas las tardes la gente
distinguida de la ciudad.
La calle era encantadora y podía, hasta cierto punto,
reemplazar a un jardín: la bordeaban dos hileras de acacias que exhalaban en el
buen tiempo un olor delicioso, sobre todo después de la lluvia. Por encima de
las tapias de los jardincillos domésticos asomaban sus ramas las lilas, las
acacias, los manzanos.
Estábamos en el mes de mayo. A pesar de que no eran nuevas para
mi aquellas tardes primaverales con sus suaves penumbras, con sus tiernos
verdores, con sus delicadas fragancias, con su dulce rumor de insectos, con su
tibia temperatura, todo eso aquel día me impresionaba más que de costumbre y
ponía en mi alma una languidez singular.
Me hallaba en el portal de casa y contemplaba a los paseantes.
Conocía a la mayor parte desde mi niñez, y no pocos de ellos habían jugado
conmigo. A la sazón, mi compañía, si me hubiera acercado a ellos, los habría
enojado, pues yo iba vestido pobremente y nada a la moda; llevaba unos
pantalones muy estrechos y unas botas muy grandes, que parecían barcos. Además,
mi reputación en la ciudad dejaba mucho que desear. Yo era un hombre, que no se
había conquistado una posición, que jugaba al billar en cafetines de mala nota y
que había sido dos veces -no sé el motivo a ciencia cierta- conducido a la
gendarmería.
En el caserón frontero a casa, perteneciente al ingeniero
Dolchikov, alguien tocaba el piano.