Que, en épocas de sentimentalismo agudo, un libro como "Werther" haya impulsado al suicidio, a personas que ya llevaban en sí el germen fatal, es un hecho, en suma, explicable; pero que un cuento al parecer anodino - y tanto que apenas si era cuento - sea una especie de sortilegio poderoso y tenga virtud letal como el ácido prúsico, es cosa que se creerá del dominio exclusivo de la fantasía. Sin embargo, nada más real que el "cuento que mata".
Temeroso de que aún no haya perdido su virtud destructiva, me limitaré a decir que ese cuento narraba un viaje en diligencia entre dos pueblos de la provincia de Buenos Aires. El héroe comenzaba a padecer desde que subía al vetusto armatoste; estibado con un número de pasajeros mayor que el natural, sufría del calor, de los pisotones, del polvo, hasta que llegaba a su destino, anquilosado, hambriento, sudoroso, sucio, miserable... Nada más las dos enumeraciones - viejo estilo - son mías. El autor decía estas pocas palabras en dos largas columnas, incoloras e insípidas.
Todos le conocimos en aquella época, y nadie le hubiere creído encantador ni brujo. Más que nigromante parecía un buen muchacho, muy ingenuo, incapaz de hacer daño a una mosca. ¡Fíese usted de las apariencias!. . . Y, lejos de envanecerse en su maléfico poder, lo negaba a puño cerrado cuando, más tarde, alguno de sus amigos se lo echaba en cara.
Era uno de esos jóvenes periodistas (de algún modo hay que designarlos) adventicios, que nacen como los hongos en tiempo de agitación política, a la sombra del sinnúmero de diarios efímeros que aparecen y vuelven al limbo sin que nadie los recuerde ni los eche de menos. Pero nuestro publicista ocasional a quien por aliteración llamaré Reynoso O'Connel - tenía una peculiaridad que lo separaba de sus colegas: no pertenecía a redacción alguna y las frecuentaba todas - mezcla de aficionado y de "cabrión", como se decía entonces buscando inútilmente quién lo empleara.
No se conformaba con ser noticiero o repórter, puestos que hubiera podido desempeñar mal que bien, sin gran dificultad. Picaba más alto: quería ser redactor, o, por lo menos, escribir artículos de costumbres - "a lo Fígaro", decía modestamente. Y presentaba su "Viaje en Galera" - tal era el título del cuento, - viaje siempre frustrado, pues los originales le eran devueltos sin conmiseración. Tanto fue y vino, que toda la gente del oficio conocía el engendro, inédito aún, como si hubiera tenido una tirada de miles de ejemplares...
Es de creer que aquellos desdenes fueron envenenando la tinta de las cuartillas y dando a las frases de Reynoso O'Connell el mágico poder de que poco después aparecieron dotadas...
En efecto, una tarde, en la redacción de "La Patria Argentina", Ramón Romero, el coautor (Fray Mocho le dio una "rnanito") de los ruidosos "Amores de Giacumina", exclamó maravillado:
-¡El artículo de Reynoso O'Connell!
-¡Mentira! ¿En qué diario?
-En "La Libertad".