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Introducción
Jürgen Habermas: el concepto de política deliberativa y
los fundamentos filosóficos del estado democrático de derecho
Santiago Prono

 

Al comienzo de su introducción del (ya clásico) libro por él editado, Deliberative Democracy, J. Elster señala que la idea de democracia deliberativa estriba en un procedimiento de toma de decisiones por parte de ciudadanos libres e iguales (Elster, 1998: 1). Independientemente de las diversas concepciones respecto de esta teoría política que en dicho libro se expresan, el punto en común de todas, señala el filósofo, es que la democracia deliberativa, en tanto que democrática, implica “la noción de [un procedimiento de] toma de decisiones colectivas con la participación de todos los afectados o sus representantes” y, en tanto que deliberativa, tal procedimiento presupone “razones y argumentos ofrecidos por y para los participantes, quienes están comprometidos con valores de racionalidad e imparcialidad”. Para J. Cohen la democracia deliberativa no sólo es un procedimiento, también comporta un ideal sustantivo cuya esencia comprende además de valores políticos igualitarios, también liberales (Cohen, 1998: 186). A. Gutmann y D. Thompson conciben a su teoría de la democracia deliberativa como un conjunto de principios que prescriben términos justos de cooperación. A su entender, “la teoría es ‘deliberativa’ porque los términos de cooperación toman la forma de razones que los ciudadanos (o sus representantes) se dan mutuamente en un proceso continuo de justificación mutua” (Gutmann y Thompson, 1999: 244). Según I. Young, esta concepción procedimental de la política establece estrictos ideales normativos que regulan la relación entre las partes deliberantes, entre los que se encuentran “la inclusión, la equidad, la razonabilidad, y la publicidad” (Young, 2002: 23). Y en su libro sobre La autoridad democrática. Los fundamentos de las decisiones políticas, D. Estlund señala que las decisiones mayoritarias adoptadas en el marco de procedimientos democráticos carecen de legitimidad debido a la insuficiente calidad epistémica de tales decisiones, por esto, su desafío es mostrar cómo, en base a tal clase de procedimentalismo, la democracia puede revestirse de autoridad moral para tener el poder de imponer legítimamente la obediencia al derecho (Estlund, 2011: 32-33).
En este marco, el concepto habermasiano de la democracia deliberativa también implica deliberación, intercambio de opiniones antitéticas que, al menos en principio, tendrían que confrontarse en términos de argumentos para intentar llegar a la mejor decisión posible y lograr acuerdos racionalmente motivados. El concepto de política deliberativa adopta un carácter normativo y procedimental (pero también substantivo), cuyo principio básico no es el principio de la mayoría, sino el principio del discurso, que establece que las decisiones políticas solamente son legítimas, y pueden ser reconocidas como tales, en la medida en que se adopten mediante un procedimiento democrático de deliberación llevado a cabo en términos del intercambio (público) de razones en busca de un consenso. Se trata pues, ante todo, de un modelo de toma de decisiones y de su correspondiente justificación (legitimación) intersubjetiva, que por principio se opone a toda pretensión de imponer determinadas posturas que se nieguen a exponer los fundamentos en los que se basa. De acuerdo con esto, y en relación con el punto de vista normativo, la democracia deliberativa no se limita a describir cómo es la realidad, o cómo se toman efectivamente las decisiones (aunque esto es algo que sin dudas tiene en cuenta), sino que explicita las presuposiciones normativas en las que se apoya la aceptabilidad de las mismas como criterio de contrastación de las decisiones políticas adoptadas en contextos democráticos, lo cual revela también el sentido reconstructivo de esta teoría. Cabe destacar en este sentido que el procedimiento decisorio del concepto de política deliberativa de J. Habermas, es resultado de la reconstrucción racional de las presuposiciones operantes en el funcionamiento de la democracia contemporánea, como sus propias condiciones de posibilidad y legitimidad. Se trata de un método reconstructivo que puede considerarse también como una hermenéutica racional, que rescata la gramática profunda (en el sentido de Wittgenstein) de la pretensión de validez del discurso de los propios actores políticos. De acuerdo con el trasfondo hegeliano de la filosofía sobre el que Habermas basa su planteamiento teórico de la democracia deliberativa, señala el autor que esta concepción de la política “tiene que elegir sus conceptos básicos de suerte que le sea posible identificar en las prácticas políticas, por distorsionadamente que ello sea, partículas y fragmentos ya encarnados de una ‘razón existente’” [; y por ello se basa] “en la premisa de que la manera de operar de un sistema político articulado en términos de estado de derecho no puede describirse de modo adecuado, tampoco empíricamente, sin referencia a la dimensión de validez del derecho, y a la fuerza legitimadora que tiene [una] génesis democrática del derecho” (Habermas, 1994: 349) que reconoce los presupuestos comunicativos sobre los que el mismo se establece.

Ahora bien, estas condiciones normativas, orientadas a garantizar el valor epistémico del procedimiento decisorio de esta teoría política, perecen ponerse en cuestión a partir del nuevo posicionamiento adoptado por Habermas en relación con lo que el mismo caracteriza como “postsecularismo”, entendido esto en el sentido de la importancia del lugar que fácticamente a su entender ocupa la religión en el contexto público-político de las democracias contemporáneas. Se trata éste de un posicionamiento que concierne a la concepción teórica del filósofo respecto del derecho y la política.
A diferencia de lo que planteara en Facticidad y validez (1994), cuando hablaba de sociedades “completamente secularizadas”, postradicionales, y de una razón procedimental en el sentido de un pensamiento postmetafísico de fundamentación sosteniendo una comprensión radicalmente antiplatónica según la cual además de una razón procedimental “no hay nada más alto ni más profundo a lo que podríamos apelar” (Habermas, 1994: 11), a partir de Entre naturalismo y religión (2005) Habermas adopta una concepción respecto de los fundamentos del ordenamiento socio-político del estado democrático de derecho que se vincula con el derecho natural. Así, tal ordenamiento, concebido en términos liberales, se abre a los aportes de los ámbitos confesionales reconociéndoles pretensiones cognitivas y la posibilidad, acaso necesidad, de un diálogo marcado por el reconocimiento mutuo como una de las características fundantes de las sociedades contemporáneas, ahora llamadas “postseculares”. De este modo reconoce ahora el filósofo que hay presupuestos que subyacen al estado democrático de derecho como trasfondo cultural ligados a tradiciones confesionales que desde hace siglos vienen influenciando, y determinando, la cultura occidental. Aun teniendo certeza acerca de los fundamentos liberales y republicanos del Estado, que ciertamente pueden ser defendidos con éxito, un discurso sobre la corrección de un ordenamiento liberal en general, y de la ética democrática en particular, “se extiende hasta unos dominios en los que no bastan los argumentos normativos por sí solos, [pues] la controversia también se hace extensiva a la cuestión epistemológica de la relación entre la fe y el saber, la cual atañe a elementos esenciales del entendimiento de fondo de la modernidad” (Habermas, 2006: 153). Si bien Habermas claramente se opone a los intentos de recuperación de una teología política, en su opinión el problema de la concepción del Estado constitucional y democrático de derecho comporta la necesidad de un debate sobre cuestiones filosóficas fundamentales, que ya no pueden responderse solamente con explicaciones normativas de la teoría política.
 
Un tema que cabe entonces analizar sobre esta cuestión, es que con esta nueva concepción de la política esbozada desde la publicación de Entre naturalismo y religión, Habermas resalta la importancia del rol de las religiones en el ordenamiento jurídico-político de las sociedades liberales. Esto da lugar al planteo de algunos interrogantes acerca de la compatibilidad conceptual de dicho reconocimiento con el valor epistémico de la teoría del discurso sobre la que basa su concepto de estado democrático de derecho, y que se plantean en relación tanto con su teoría política como con su teoría jurídica. Respecto de esta última, ¿qué concepción del derecho adopta Habermas ahora?, ¿acaso se evidencia un desplazamiento hacia concepciones valorativas de carácter substantivo, y a las que sólo se accedería en base a las intuiciones subjetivas de quien reflexiona sobre temas específicos en los que hay que aplicar las leyes, entendido esto por ejemplo en el sentido de la figura de un juez con las capacidades intelectuales comparables a la fuerza física de Hércules, tal como planteara Dworkin?; con este nuevo planteo respecto de la religión, ¿no termina Habermas incurriendo en una vuelta a posiciones solipsistas, anteriores al giro lingüístico, pragmático y hermenéutico de la filosofía contemporánea que él mismo contribuyó a forjar? Por cierto que su respuesta a esta cuestión no puede ser sino negativa, pero, ¿cuáles son entonces las implicancias conceptuales de fondo a que da lugar este actual posicionamiento teórico del autor? Para una teoría del derecho enmarcada en este giro religioso, característico de la actual concepción habermasiana de la Filosofía práctica, aún hay temas por definir, como ser, y en términos generales, el de la relación entre derecho interno y el derecho internacional, y la influencia de estas corrientes sobre el principio de autonomía de los pueblos —clásico en el Derecho Internacional Público—, o, por último, la relación del derecho con las garantías de las “born minorities” que eventualmente puedan negarse a reconocer las pretensiones del pensamiento religioso y su influencia en los ordenamientos jurídico-políticos.

 
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