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Creo que hice un tanto fuerte el golpe bajo a papá. Creo que no se lo merece (no se lo merecía). Pero algo así, repartido en varios días y varios diálogos, debe haber ocurrido durante varios años. Es fácil imaginar choques con ese fondo. Quizás no con esa forma. Cuando Sylvia decidía encarar de frente nunca lo hacía de forma tan violenta. Ella era más sutil. Es más sutil. Su inteligencia nunca le permitió ser tan bárbara. De hecho, a mí, ese día del anuncio sobre el Instituto Balseiro, Sylvia me había cambiado la palabra más apropiada, la más clara, contundente y efectiva, por otra. Ella me había dicho que papá era un hombre “tranquilo”.
La cuestión es que papá no aceptó el traslado y el ascenso, tal y como Sylvia me había anticipado.
Me animaría a decir que mi papá se arrepintió toda su vida. Podría decirlo, podría imaginarlo y hasta podría escribirlo pero no estoy muy seguro de querer hacerlo. Guardo para mí la duda de si mi papá fue o no un simple cobarde o un hombre tranquilo y en mi duda salvo su memoria, salvo su recuerdo. Podría escribir qué hubiera sido de su vida y de la de toda su familia si nos hubiésemos ido a Bariloche, si él hubiera sido director del Instituto Balseiro, un científico atómico de reconocimiento mundial, un miembro de alguna comisión internacional, alguien a cargo de un acelerador de partículas en Europa y por qué no el que con sus investigaciones cambiara las leyes de la Termodinámica y la Cuántica. No sé, no sé. Podría ponerme a imaginar todo ese recorrido alternativo, podría ponerme a describir ese camino que se desvió del que al fin recorrió, pero no sé. Papá era un hombre tranquilo a pesar de las sutiles sugerencias que el dolor de una de las víctimas directas de su tranquilidad destiló, un dolor agravado por ser alguien valiente y lúcido.
En fin, creo que Sylvia fue toda su vida víctima de esa combinación de inteligencia, inquietud, valentía y extrema lucidez. De todas esas virtudes la que más trastornos le trajo fue su impetuosa y espontánea valentía. Ella siempre se animó a todo lo que se le presentó que podía animarse. Podía fallar, fracasar en forma rotunda, como le podía pasar a cualquiera pero su fracaso siempre era parcial. Ella en la derrota permanecía con los ojos abiertos y con todos los sentidos atentos. No se dejaba obnubilar, ensombrecer el entendimiento por la angustia y eso le daba muchísima información para el siguiente intento. Sylvia era admirable. Es hoy admirable. Hoy ella es lo que debe ser, lo que le corresponde. Y a ella le corresponde mucho. Ella está en perfecta correspondencia con el mundo, su mundo. No tiene (se ve que no tiene) nada de qué arrepentirse. No tiene ni un “qué hubiera sido si...” para entorpecerle el sueño. Lo que Sylvia hubiera sido lo comprobó directamente porque lo fue. Fue eso ‘que hubiera sido si…’ porque decidió ser eso que se le presentó ser y no se mandó a ser eso que no se le presentó ser. De esas encrucijadas, entre ser o no, siempre eligió ser. Por eso ella ahora es en todo su ser. La Sylvia que se ve es la verdadera Sylvia. No pudo haber sido otra, no hubo posibilidad de que hubiera otra versión en el mundo real de ella. Esa que se ve es Sylvia. Ella no lo duda, y nadie que la conozca tiene la posibilidad de dudarlo. Y eso es admirable.

Pero extraño a aquella Sylvia anterior a la actual. La extraño tanto como extraño a aquel ingenuo y lleno de ilusiones Vicente.

Los dos hoy me resultan tan imaginarios como reales (quizás más de lo primero que de lo segundo). Con estas líneas estaría equilibrando los pesos, quiero decir, el peso de lo que resulta imaginario con el peso de lo que resulta real. Bueno, no sé, no sé qué estoy queriendo decir.
No importa lo que Sylvia sea hoy y tampoco lo que yo pueda imaginar sobre ella. Lo verdaderamente importante es que fue ella la que propuso, impulsó y sostuvo, hasta donde pudo, el evento más crucial (por ser el primero) de toda esta historia. Y ese evento es: que yo fuera a tomar clases de guitarra.
Y con eso voy a seguir.


 
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