Quien ha escrito esta noveluca, jamás había escrito otra antes, lo que de sobra conocerá el lector sin necesidad de este proemio, ni escribirá probablemente otra después. En una hora de desocupación, le tentó una oferta de esta clase de trabajo: y como el autor es persona trabajadora, recordó un suceso acontecido en la América del Sur en aquellos días, que pudiera ser base para la novela hispanoamericana que se deseaba, puso mano a la pluma, evocó al correr de ella sus propias observaciones y recuerdos, y sin alarde de trama ni plan seguro, dejó rasguear la péñola, durante siete días, interrumpido a cada instante por otros quehaceres, tras de los cuales estaba lista con el nombre de «Amistad funesta» la que hoy con el nombre de Lucía Jerez, sale nuevamente al mundo. Ni es más, ni es menos. Se publica en libro, porque así lo desean los que sin duda no lo han leído. El autor, avergonzado, pide excusa. Ya él sabe bien por dónde va, profunda como un bisturí y útil como un médico, la novela moderna. El género no le place, sin embargo, porque hay mucho que fingir en él, y los goces de la creación artística no compensan el dolor de moverse en una ficción prolongada; con diálogos que nunca se han oído, entre personas que no han vivido jamás. Menos que todas, tienen derecho a la atención novelas como ésta, de puro cuento, en las que no es dado tender a nada serio, porque esto, a juicio de editores, aburre a la gente lectora; ni siquiera es lícito, por lo llano de los tiempos, levantar el espíritu del público con hazañas de caballeros y de héroes, que han venido a ser personas muy fuera de lo real y del buen gusto. Lean, pues, si quieren, los que lo culpen, este libro; que el autor ha procurado hacerse perdonar con algunos detalles; pero sepan que el autor piensa muy mal de él. Lo cree inútil; y lo lleva sobre sí como una grandísima culpa. Pequé, Señor, pequé, sean humanitarios, pero perdónenmelo. Señor: no lo haré más.
Yo quiero ver al valiente que saca de los [...] una novela buena.
En la novela había de haber mucho amor; alguna muerte; muchas muchachas, ninguna pasión pecaminosa; y nada que no fuese del mayor agrado de los padres de familia y de los señores sacerdotes. Y había de ser hispanoamericano.[...]
Juan empezó con mejores destinos que los que al fin tiene, pero es que en la novela cortó su carrera cierta prudente observación, y hubo que convertir en mero galán de amores al que nació en la mente del novelador dispuesto a mas y a más altas empresas (grandes) hazañas. Ana ha vivido, Adela también. Sol ha muerto [...].
Y Lucía, la ha matado. Pero ni a Sol ni a Lucía ha conocido de cerca el autor. A don Manuel, sí, y a Manuelillo y a doña Andrea así como a la propia directora.