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Esa mañana de marzo, la ciudad de Niza entregada de lleno a la fiebre de sus grandes fiestas de carnaval, cuyo comienzo distaba ya sólo cuatro días, recibió, al despertar, la sorpresa de una emoción inesperada.

Los primeros ociosos que transitaban por las calles, saboreando las caricias de una mañana esplendorosa, se habían encargado de esparcir la noticia a los cuatro vientos, y el rumor había llegado hasta los más remotos arrabales de la Cruz de Mármol y de Carabacel más allá de Sainte-Réparate y Riquier.

Así es que desde las ocho el populacho impedía la circulación en los caminos de todas dimensiones, y esta afluencia de gente se dirigía en masa a la playa. La Promenade des Anglais (paseo de los ingleses), el muelle del Mediodí las terrazas de Rauba-Capeau, el antiguo puerto, los costados del castillo, desbordaban de gente. Niza, que cuenta con treinta mil habitantes en verano y cien mil en invierno, los había arrojado a las orillas de su mar de azuladas ondas.

La verdad es que el espectáculo merecía todo el interés que despertaba; no se había visto jamás otro parecido. Se trataba, en efecto, de una maniobra naval de aspecto majestuoso.

La escuadra del Mediterráneo, compuesta para el caso, de diez acorazados, cuatro cruceros y ocho torpederas, en simulacro de combate, atacaba por mar a Niza, ataque precedido de un bombardeo general de sus costas.

La maniobra, hábilmente llevada a cabo, trataría de sorprender a la guarnición. Bajo este concepto, el programa había sido cumplido en todas sus partes. La guarnición se había dejado sorprender. Después de las cinco, hora en que los primeros penachos de humo de los acorazados fueron avistados en el horizonte, el comandante general de la plaza no había cesado de enviar despacho tras despacho, llamando en su ayuda a los regimientos y batallones esparcidos a derecha é izquierda en las montañas desde Vence a Var y de la Furbie a Vintimille. Al presente, las ocho en punto, a una agresión de veinte mil asaltantes, el pobre hombre no podía presentar como oposición más que cinco mil quinientos combatientes, entre los que se contaban tres mil hombres de la guarnición de Niza.

Estos cinco mil sacrificados corrían en todas direcciones a paso de carga, atravesando la ciudad al son de tambores y clarines. El castillo había conseguido instalar, bien o mal, sobre sus terrazas una batería de campaña con el objeto, de contestar al fuego de los formidables cañones de la marina. Se aseguraba que una segunda batería formaba la reserva, y que, por otra parte, Villefranche, desde las alturas de la pendiente de San Juan, había conseguido presentar un obstáculo a la escuadra. En fin, del lado de San Mauricio un escuadrón de artillería montada se disponía a recibir vigorosamente a las embarcaciones de las tropas de desembarco, si éste llegaba a tener lugar.

Eran estas las conversaciones optimistas. La verdad era que el pobre general Pavène estaba en poder de su adversario, el vicealmirante Gaudin, y que Niza, ciudad sin defensas propias, incapaz de una resistencia seria, había sido tomada antes de ser atacada.

Pero todo esto no impedía que el pueblo tomara vivo interés por el acontecimiento, é interpretara a su modo é hiciera comentarios sobre las diferentes fases del simulacro.

La gente colgaba como racimos en los peldaños de la escalera y en el parapeto del Puente de los Ángeles, alrededor del reloj de sol que había en ese sitio. Con ese acento local inexplicable que hace del nizardo algo tan desagradable como el marsellés, el tolosano y el bordelés, los curiosos cambiaban sus impresiones.

-Asimismo, Batistín, si es para bien no sería extraño.

 
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