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Era alto. Su cara completamente afeitada, a excepción de un par de patillas era de líneas tan puras como el perfil de una medalla antigua. Sus ojos, de mirada profunda y franca, eran verdes como el mar; también era del norte.

Ahora bien; el sitio en que se encontraba el oficial estaba justamente enfrente al, que ocupaba Dionisia Amart.

Aquellos que niegan las afinidades secretas del corazón, traten solamente de comprobar lo que puede producir el encuentro de dos miradas llenas de simpatías latentes.

Nunca se habían conocido aquel joven de veintiocho años y esta niña de veintidós. Y, sin embargo, en su primera mirada, bajo su primer rubor, leyeron uno y otro la mutua confesión de sus corazones.

Esto sucedió durante los cortos minutos que duró su tête-a-tête. Fue un cambio profundo, aunque rápido, de sentimientos é ideas. Y sin darse casi cuenta, Roberto de Prébanec y Dionisia Amart se dijeron, sin hablarse, que se habían amado a primera vista y para siempre.

Un acontecimiento imprevisto vino a interrumpir este silencio exquisito.

El comandante Malaterra conducía a sus correctos cazadores vencidos. Al llegar al frente del pelotón, vio al teniente de navío.

Parando su caballo, dio la voz de «alto» al batallón, y acercándose al oficial, a quien tendió la mano:

-¡Diantre! -exclamó alegremente, -aquí está el que ha atenuado considerablemente la vergüenza de la capitulación. ¡Ah! Prébanec, supongo que usted será mi huésped esta noche.

El oficial sonrió.

-Esta noche no, mi comandante. Tenemos que entregar la ciudad y estoy de guardia. Pero cuando hayamos tomado a Villefranche, iré.

-Y ¿cuando toman a Villefranche? ¡maldicion! -exclamó el primer jefe del batallón del ejército francés.

-Supongo que esta noche.

-¡Demonio! -murmuró todavía el comandante de cazadores, -¡cómo se despachan! Niza para el almuerzo, Villefranche para la cena; veo que no se privan de nada... ¡Y cuando pienso que hace apenas tres días que le advertimos a Parène (¡curioso nombre para un general!) que se defendiera del lado del mar!..

Se levantó el quepis y se enjugó la frente.

-Mire, tal como usted me ve, me envió con mis mil hombres a San Mauricio, para tomar a su «Caiman». ¿Qué hubiera hecho usted en mi lugar, Prébance?

El teniente de navío se echó a reír.

-Primero tengo que saber que es lo que usted ha hecho.

-Y bien mis hombres tenían diez cartuchos cada uno. Al principio, ordené que hicieran una salva, y luego que tiraran a voluntad sobre el Caiman. El Caiman estaba a dos buenas millas de distancia, y yo había hecho tomar el alza a doscientos metros. ¿Qué dice usted a esto?

Hablaba en voz muy alta el comandante Malaterra.

Una risa convulsiva se apoderó del teniente de navío, progresiva in ente se extendió a sus hombres, luego a los de los otros pelotones, al mismo tiempo que al pueblo que dominaba las sillas y las terrazas.

-¡Bravo, Malaterra! -gritó el señor de Rocheterre, de pie sobre un banco de madera.

El comandante se volvió para saludarlo con la mano. El caballo dio una medía vuelta y así la señorita Amart y Roberto Prébanec pudieron de nuevo cambiar una mirada.

Pero al mismo tiempo resonó un silbato. El capitán de navío Hoëlgat reunió a sus hombres.

 
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