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-¡Ah! ¡miserables! ¡Era esto lo que preparaban! No es un juego leal, es una traición. ¡VedIos venir! y no hay ni un soldado para impedirlo. Malaterra está demasiado lejos esta vez.

En el grupo de Batistín una voz destemplada por la emoción, predominó sobre el clamoreo.

-¡Por vida de... que nos han embromado! ¿Qué quieren que uno haga con gente que se presenta sin avisar de antemano?

La masa del pueblo, obedeciendo a su propio instinto, abandonó los alrededores de la playa y la Promenade des Anglais ante esta amenaza ficticia de desembarco, para invadir el Jardín Público y la Plaza Massène.

El grupo aristocrático del Club del Mediterráneo permaneció firme en su puesto como los senadores romanos, esperando en sus sillas curules la llegada de los galos vencedores en Alla.

El señor y la señorita Amart conversaban en voz baja.

Dionisia parecía muy conmovida.

-Y bien hija mía -dijo alegremente el anciano, -me parece que te interesa mucho ese espectáculo

Ella respondió sin tratar de disimular, y con vez un tanto apagada por la emoción:

-Sí, papá. ¡Es tan hermoso!

Durante este tiempo las lanchas de desembarco avanzaban. a cincuenta metros de la costa se separaron de los remolcadores, y siguiendo su huella llegaron todas juntas, atracando de frente.

Se vio a los marineros erguirse, alinearse los fusiles y... ¡á tierra! Un largo murmullo de terror se extendió ante este nuevo simulacro. Los fuegos de las descargas sucesivas dominaron con su estrépito los cuchicheos del populacho, y alineándose a lo largo de la costa chalupas y canoas, los marinos se lanzaron a bayoneta calada.

Desde las fortificaciones del Castillo las compañías de línea acudieron sin aliento.

Á una orden del comandante de desembarco, un ala de la columna se colocó delante de los pantalones rojos, cortándoles el paso de la Plaza Massène y del Muelle del Mediodía, separando en dos la guarnición.

La ciudad había caído en poder del enemigo.

Una bandera blanca surgió de la terraza del Castillo; la guarnición capituló.

Entonces el pueblo, repuesto enteramente de la ilusión de óptica y de la pesadilla de la guerra, aclamó estrepitosamente a los vencedores:

-¡Viva la marina! ¡Vivan los marinos franceses!

Es una cosa notable cómo en esta población de agregados, que no cuenta más que treinta años de fidelidad sospechosa a la Francia, ese nombre de «franceses», no hace mas que evocar sentimientos hostiles.

Desde este punto de vista, la presente demostración tenía de seguro su utilidad.

Habiéndose efectuado la rendición, si bien del lado de Santa Elena todavía se oían las detonaciones de la fusilería, la columna de marinos se colocó en línea con las armas en descanso a lo largo de la Promenade des Anglais.

Un destacamento acababa de colocarse frente a frente del Club del Mediterráneo.

Los hombres que lo componían, casi todos altos y sólidamente formados, tenían el tipo dulce y orgulloso del septentrión. Eran, no cabía duda, muchachos de la Bretaña, Etélois, morbihaneses, grésilleuses, capistas, cornouailleses y lioneses. A su cabeza, un joven teniente de navío, con el barbijo bajo, apoyaba ambas manos sobre la empuñadura de su espada.

 
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