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El viento, que soplaba del sur, esparcía en la atmósfera el olor de la pólvora y formaba con ella nubes grises, que ante las imaginaciones exaltadas tomaban la forma de espectros de la guerra con todos sus terrores, lo que hacía más verídico el retumbar de los cañones.

Una trepidación continua estremecía el aire y se deslizaba por encima de las olas de las cabezas y por los sentidos violentados; penetraba los corazones, impregnaba los espíritus.

En el grupo que formaba el pueblo, donde tenía la palabra Batistín, al pie del reloj de sol, se hizo un movimiento de retroceso; era que el miedo les hacía ver como verdadero lo que no era más que un simulacro.

-¡Diantre! -dijo el nizardo con voz un tanto ronca, -y bien si fuera algo que valiera la pena.

No habría sido necesario insistir mucho para convencerlos.

Una algazara viva y bulliciosa vino a poner término a esa mala impresión. El populacho recuperó la confianza y el habla.

-¡Bah, bah! -se dijo el señor de Rocheterre desde la terraza, -al fin vienen las tropas para contestar. Ahí pasa el valiente Malaterra, el primer comandante del ejército francés.

Y la concurrencia, animada, electrizada, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

-¡Viva el comandante Malaterra! ¡vivan los cazadores!

Todo un batallón, en equipo de guerra, cerca de mil hombres, desfilaron con paso gimnástico al son de los clarines, mandados por su comandante, el señor de Malaterra: un corso, espléndido hombre, magnífico oficial, que por su apostura justificaba ampliamente el apodo de «primer comandante del ejército francés»

Los soldados, que marchaban con gran entusiasmo a tomar posiciones en Santa Elena, acababan de ver a ese pícaro de Caiman destacar rápidamente sus embarcaciones capitaneadas por una lancha a vapor. Eso no se podía dejar pasar. Dejarse bombardear, pase, porque no se puede resistir a una escuadra que viene a tirar cañonazos a seis kilómetros de distancia, sin poder oponer más que el fuego de piezas de calibre doce; pero dejar que los marinos viniesen a hacerse los soldados de tierra, eso nunca.

El comandante Malaterra les enseñará cómo sabe responder a esa broma de mal gusto.

Así es que el paso del «batallón negro» fue saludado con entusiastas aclamaciones que se prolongaron a lo largo de la Promenade des Anglais. Y el clarín sonaba, corriendo siempre con paso gimnástico, desgranando sus notas claras sobre el estrecho camino, sobre la franja de guijarrillos en los jardines coquetos de las quintas diseminadas cada vez a más distancia las unas de las otras.

-¡Mira, mira, papá! -prorrumpió por segunda vez la señorita Dionisia Amart, extendiendo la mano hacia el horizonte.

La escuadra, después de haberse retirado dos kilómetros hacia fuera, regresaba a la costa formando dos líneas amenazadoras. Pudo verse a uno de los acorazados, forzando la marcha, acortar el camino oblicuamente y dirigirse al antiguo puerto. Era una falsa maniobra para despistar al enemigo.

En efecto, mientras que la batería del Castillo y la de la reserva (esta vez al alcance deseado), se trababan en combate de artillería con el Cambet, combate casi inofensivo para el acorazado, éste, sin cuidarse mayormente de las furiosas arremetidas de los cañones de a doce, ponía al descubierto una segunda columna de tropas de desembarco.

Desde la costa brotaron de todos los pechos ensordecedoras aclamaciones, movimientos espontáneos que los meridionales no saben contener.

 
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