-¡Bah! se desbarrancarían de las montañas, ¡pardiez!
-Entonces, ¿tú crees que las tropas podrían impedir el desembarco?
-Bueno, eso yo no lo he dicho, en vista de que yo no sé nada, sólo creo que en ciertas ocasiones los soldados valen tanto como los marinos.
-Pero un soldado no vale por tres marinos, tonto, y metros por cinco.
-Si tú hablas tanto, seguramente tendrás razón.
En la altura ocupada por el Club del Mediterráneo, sentados en sillas alquiladas, estaban los representantes de la aristocracia, tanto nizarda como extranjera. Esta nueva aristocracia no se diferencia en nada de la plebe, en cuanto a la pronunciación, y si es necesario, aun los sobrepasa. Así es que uno siente una satisfacción íntima, un reposo del tímpano, al escuchar de vez en cuando la pronunciación pura del norte.
En un grupo compacto de señoras y caballeros que hablaban en dialecto cerrado, una joven y un anciano llamaban la atención, tanto por la elegancia de su dicción, como por la belleza sorprendente de la una y el porte distinguido del otro.
Además, la joven apenas se mezclaba en las conversaciones de su alrededor, no hablando más que con su padre.
-Pero, mira, ¡mira, papá! Ahora están todos los buques en fila.
El espectáculo, en efecto, se hacía cada vez más excitante.
Los buques, reunidos, surgían en el horizonte formando una línea interrumpida. Venían de proa destacando sus moles ligeramente, y los espectadores de tierra los veían de frente confundiendo los mástiles unos con otros. Acorazados y cruceros avanzaban cubiertos por el humo de sus chimeneas que, como velo colosal, los envolvía ascendiendo entre el azul del cielo y el azul del mar.
-¡Eh! ¡eh! parece que la cosa se hace seria -decía riendo un nizardo distinguido del grupo que rodeaba al anciano y a su hija.
-¿Qué es lo que pueden hacer? -preguntó otro.
-¡Diantre! ya lo verás, Rocheterre -contestó un tercero.
En ese momento los acorazados, llegados a cerca de tres kilómetros de la costa, hicieron una maniobra soberbia en exactitud y simetría.
El primero de ellos a la izquierda de la línea, «El Formidable», presentando el flanco de estribor, descargó el contenido de sus veinte y cinco piezas, incluyendo las de las cofas. Después, virando de costado, hizo fuego con los cañones de retirada, y por último con los de babor. Luego, a toda fuerza de vapor, fue a colocarse en segunda línea, dos kilómetros más afuera.
En pocos minutos el segundo, luego el tercero, después toda la línea de barcos, evolucionando del mismo modo, habían descargado sus cañones sobre Niza indefensa, que respondía lastimosamente con la ayuda de la pobre batería del castillo.
Sesenta cañonazos por barco sumaban seiscientos proyectiles enviados en menos de veinte minutos sobre la desgraciada ciudad.
El espectáculo, grandioso é inesperado, la aterrorizaba. Se hacía la ilusión de que era cierto y le parecía que no era un juego sino un bombardeo efectivo.
Tanto los nervios como la imaginación participaban de esta inquietud, de esta sobreexcitación. Porque el aire, estremecido por esta conmoción insólita, vibraba en formidables remolinos y las ondas sonoras traían el prolongado eco de los estampidos estrepitosos.