Ese magnífico río está perfectamente indicado para el viaje,
aun cuando no me embarcaría hasta llegar a Viena. De ese modo, si no recorría
las setecientas leguas de su curso, vería al menos la parte más interesante, a
través de Austria y de Hungría, hasta llegar a Raab, cerca de la frontera
serbia, término de mi ansiado viaje.
Me faltaría tiempo para visitar las ciudades que el Danubio
baña con sus aguas al separar la Valaquia y la Moldavia de la Turquía, después
de haber franqueado las famosas Puertas de Hierro: Viddin, Nicópolis,
Roustchouk, Silistria, Braila, Galatz, hasta su triple desembocadura en el Mar
Negro.
Parecióme que tres meses habrían bastado para el viaje, según
lo proyectaba. Emplearía un mes entre París y Raab. Myra Roderich tendría a bien
no impacientarse en demasía y dignaríase conceder ese plazo al viajero. Tras una
estancia de igual duración en la nueva patria de mi hermano, lo restante del
tiempo estaría consagrado al regreso a Francia.
Puestos en orden y despachados algunos negocios urgentes, y
habiéndome procurado los papeles y documentos que me pedía Marcos, me preparé
para la marcha.
Mis preparativos, sumamente sencillos, no exigirían mucho
tiempo, no pensaba abrumarme con numeroso equipaje; no llevaría conmigo más que
un pequeño baúl, donde colocaría el traje de etiqueta que hacía necesario el
solemne acontecimiento que me llamaba a Hungría.
No tenía yo por qué inquietarme del idioma del país, siéndome
el alemán familiar desde un viaje que hice a través de las provincias del Norte.
Por lo que hace a la lengua magiar, tal vez no experimentase gran dificultad en
comprenderla; por lo demás, el francés se habla bastante en Hungría, entre las
clases elevadas sobre todo, y mi hermano no se había visto nunca apurado en este
particular más allá de las fronteras austriacas.