Todo esto me lo contaba mi hermano en sus frecuentes epístolas
con mucho empeño y encarecimiento, y yo percibía claramente que se hallaba
perdidamente enamorado de Myra Roderich.
Dije antes que no la conocía más que por las entusiastas frases
de Marcos; y, sin embargo, toda vez que mi hermano era pintor, fácil le hubiera
sido tomarla por modelo, ¿no es cierto?, y trasladarla a la tela, o cuando menos
al papel, en una postura graciosa y con sus mejores atavíos; así habría podido
yo admirarla visualmente. Pero Myra no quiso nunca; era en persona como ella
quería aparecer a mis ojos, aseguraba Marcos, quien entre paréntesis y a lo que
yo me figuro, no debía haber insistido mucho en hacerla cambiar de opinión.
Lo que uno y otro querían indudablemente obtener era que el
ingeniero Enrique Vidal diera de lado a sus ocupaciones y corriera a mostrarse
en los salones de la casa Roderich en clase de invitado predilecto.
¿Era preciso tanto para decidirme? No, en verdad; en manera
alguna habría dejado yo que mi hermano se casara sin encontrarme presente a su
matrimonio. En un plazo, pues, bastante breve comparecería ante Myra Roderich,
antes de que hubiera llegado a convertirse en cuñada mía.
Por lo demás, según indicaba la carta, experimentaría yo gran
placer y provecho no pequeño en visitar aquella región de Hungría, que es el
país magiar por excelencia, cuyo pasado es tan rico en hechos heroicos y que,
rebelde a toda fusión con las razas germánicas, ocupa un puesto de consideración
en la historia de la Europa central.
En cuanto al viaje, he aquí en qué condiciones hube de
resolverme a efectuarlo: a la ida, mitad en silla de posta y mitad por el
Danubio, y a la vuelta, en silla de posta tan sólo.