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Cinco eran los hombres, de anchas espaldas y elevada talla, que bebían en una especie de sombrío tugurio de madera, impregnado de un acre olor de salmuera y agua del mar. Aquel camaranchón, de techo demasiado bajo para sus altas estaturas, se estrechaba por un extremo como el cuerpo de una gaviota, y oscilaba débilmente, exhalando un plañido monótono, con una lentitud de sueño.

Fuera de allí adivinábanse la noche y el mar, pero nada se distinguía desde dentro ; la única abertura recortada en la techumbre estaba cerrada por medio de una trampa de madera, y no había más luz que la vacilante que irradiaba de una vieja lámpara suspendida.

Varias ropas mojadas se veían puestas a secar en un hornillo, y el vapor que de ellas se desprendía, iba, a mezclarse con el humo de las pipas de barro que los bebedores no se quitaban de los labios sino para llevar a ellos sus vasos de hoja de lata.

La maciza, mesa, en torno de la cual se hallaban sentados, ocupaba casi totalmente el ancho de la reducida habitación, salvo un estrechísimo espacio que llenaban unos arcones, que a la vez servían de bancos, atornillados a las paredes de roble. Sobre sus cabezas, casi tocándolas, cruzábanse gruesas vigas, y a sus espaldas había unos huecos a modo de nichos, excavados en los muros de madera, como se ven en los de un cementerio, aguardando a los muertos. Aquello eran las camas. Todo este maderamen era grosero y basto, saturado de sal y de humedad, gastado, pulimentado a trechos por el contacto de los cuerpos.

Nuestros hombres habían hecho copiosas libaciones de vino y sidra : así, pues, el regocijo de vivir iluminaba, sus semblantes, que revelaban el valor y la franqueza. Su conversación, en el dialecto de la Bretaña, versaba sobre cosas de mujeres y de casamientos.

Contra un tabique del fondo y sólidamente sujeta, veíase una. Virgen de barro pintorroteado, ocupando el sitio de honor. La estatuita debía ser ya bastante antigua, y la pintura de que estaba revestida era propia de la infancia del arte. Detalles eran éstos que escapaban por completo a la fe ciega de los rudos marinos, para quienes aquel símbolo, modesto y todo, era la incomparable patrona, la venerada Estrella de los Mares. La túnica y el manto de la Virgen, pintados de azul y bermellón respectivamente, hacían el efecto de una nota linda, y fresca, en medio de los tonos grises de aquella, pobre habitación de madera.

La estatuita de barro había debido escuchar más de una ardiente plegaria en las horas de angustia. A sus pies, y por único adorno, había dos ramos de flores artificiales y un rosario.

Los cinco marineros vestían de una manera uniforme: camiseta, de grueso paño azul, cuyos extremos desaparecían en la. cintura del pantalón: sobre la cabeza, la montera o casco de tela embreada, que la gente de mar designa por el nombre de sudeste o sueste, derivándolo del viento SO., que trae las lluvias en nuestro hemisferio. Sus edades eran diversas: el patrón parecía tener unos cuarenta años ; los otros tres aparentaban de veinticinco a treinta. El último a quien llamaban Silvestre o Lolón, sólo contaba diecisiete. Por su estatura y por su fuerza era ya un hombre enteramente formado, y una barba negra, rizada y fina cubría sus mejillas ; pero sus ojos, de un gris azulado, sobremanera dulces y cándidos, habían conservado intacta esa expresión de inocencia, peculiar a los ojos de los niños.

Apretados unos contra otros, a causa de la escasez de espacio, parecían gozar de un agradable reposo así acurrucados en su exiguo retiro.

Allá fuera debían imperar el mar y la obscuridad ; la infinita desolación de las aguas negras y profundas. Un reloj de cobre, colgado de un clavo a la pared, señalaba las once, y en los intervalos de silencio se oía el ruido de la lluvia al caer sobre las tablas.

Hablaban alegremente, de matrimonios y de amores, pero sin proferir una palabra, inconveniente : ya eran proyectos sobre los que todavía estaban solteros, ya historietas graciosas ocurridas en el país durante algunas fiestas de boda. Verdad es que a veces uno de los marineros arriesgaba, acompañándola de sonora carcajada, tal cual alusión demasiado franca al placer de amar y ser amado; pero el amor, tal como lo entienden los hombres del temple de nuestros héroes, es siempre una cosa honesta que conserva cierta castidad hasta en su misma crudeza.

El buen Silvestre, empezaba a enojarse por la ausencia de Juan, que no acudía a la reunión. ¿Qué diablos podía estar haciendo Juan allá arriba? ¿Por qué no venía a tomar parte en el bienestar de sus compañeros? De pronto, irguióse el patrón, y asomando la cabeza por la trampa de madera, cuya cubierta había levantado, gritó con voz estentórea :

-¡Juan, Juan ! ¡Ah del hombre! Es ya cerca de la media noche.

El hombre contestó desde fuera.

-¡Ahora bajo!

Una claridad pálida y extraña, que podía confundirse hasta cierto punto con la del día entraba entonces por el hueco de la escotilla. «Cerca de media noche», había dicho el patrón, y, sin embargo, aquella claridad parecía un rayo de sol velado ; algo como un destello crepuscular, reflejado desde lejos por espejos misteriosos.

No tardó en oírse el ruido de los toscos zapatones del hombre que bajaba la escala de madera. Cerró tras de sí la escotilla, volviendo a reinar en la camareta la obscuridad apenas rasgada por la amarillenta luz de la lámpara.

Juan entró encorvado en dos como un gran oso, porque su estatura de gigante no le permitía estar de pie, derecho, en un local de tan reducida altura. En efecto; su cuerpo sobresalía considerablemente de las proporciones ordinarias de los hombres, y ostentaba una vigorosa musculatura, que de señalaba en relieve bajo su camiseta de paño azul. Tenía unos grandes ojos pardos, dotados de extraordinaria movilidad y animados por una expresión de fiero orgullo.

Silvestre abrazó a Juan, estrechándole con ternura a la manera de los niños ; el chico era el prometido de la hermana del gigante, a quien trataba con el cariño que hubiera tenido por un hermano mayor. Juan se dejaba abrazar con un aire de león domesticado, y correspondía, con una bondadosa sonrisa, a las demostraciones de su joven camarada.

Llenáronse de nuevo los vasos así que Juan se hubo sentado, y se llamó al grumete para que pusiera más tabaco en las pipas y las encendiera. El objeto real de semejante maniobra no era otro que el de proporcionar al chico una ocasión para que fumase un poco a sus solas. Era un muchacho robusto, con una cara muy redonda, y pariente más o menos lejano de los demás tripulantes del barco. Por lo tanto, aparte de su trabajo bastante rudo, era el niño mimado de a bordo.

Juan le hizo beber en su vaso, y luego lo mandó acostar.

Entretanto continuaba la gran conversación de los casamientos.

-Y bien, Juan -interrogó Silvestre,- ¿cuándo festejaremos tus bodas?

-Verdaderamente -dijo el patrón,- debía darte vergüenza de pensar que un hombre tan grande como tú no esté todavía casado a los veintisiete años. ¿Qué dirán de ti las muchachas cuando te ven?

El interpelado, encogiéndose de hombros, con un gesto desdeñoso para las mujeres, contestó de este modo :

-¡Bah! Yo no me caso más que por horas.

 
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de Pierre Loti

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