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CAPÍTULO I

MI AGUILA

La brisa de verano agita las gigantescas sequoias y las ondas de la Wild Water cabrillean cadenciosamente sobre las piedras musgosas. Danzan al sol las mariposas y en todas partes zumba el bordoneo mecedor de las abejas. Sola, en medio de una paz tan profunda, estoy sentada, pensativa e inquieta. Hasta el exceso de esta serenidad me turba y la torna irreal. El vasto mundo está en calma, pero es la calma que precede a las tempestades. Escucho y espío con todos mis sentidos el menor indicio del cataclismo inminente. ¡Con tal que no sea prematuro! ¡Oh, si no estallara demasiado pronto!

Es explicable mi inquietud. Pienso y pienso, sin descanso, y no puedo evitar el pensar. He vivido tanto tiempo en el corazón de la refriega, que la tranquilidad me oprime v mi imaginación vuelve, a pesar mío, a ese torbellino de devastación y de muerte que va a desencadenarse dentro de poco. Me parece oír los alaridos de las víctimas, ver, como ya lo he visto en el pasado, a toda esa tierna y preciosa carne martirizada y mutilada, a todas esas almas arrancadas violentamente de sus nobles cuerpos y arrojadas a la cara de Dios. ¡Pobres mortales como somos, obligados a recurrir a la matanza y a la destrucción para alcanzar nuestro fin, para imponer en la tierra una paz y una felicidad durables!

¡Y, además, estoy completamente sola! Cuando no sueño con lo que debe ser, sueño con lo que ha sido, con lo que ya no existe. Pienso en mi águila, que batía el vacío con sus alas infatigables y que emprendió vuelo hacia su sol, hacia el ideal resplandeciente de la libertad humana. Yo no podría quedarme cruzada de brazos para esperar el gran acontecimiento que es obra suya, a pesar de que él no esté ya más aquí para contemplar su ejecución. Esto es el trabajo de sus manos, la creación de su espíritu. Sacrificó a eso sus más bellos años y ofreció su vida misma.

He aquí por qué quiero consagrar este período de espera y de ansiedad al recuerdo de mi marido. Soy la única persona del mundo que puede, proyectar cierta luz sobre esta personalidad, tan noble que es muy difícil darle su verdadero y vivo relieve. Era un alma inmensa. Cuando mi amor se purifica de todo egoísmo, lamento sobre todo que ya no esté más aquí para ver la aurora cercana. No podemos fracasar, porque construyó demasiado sólidamente, demasiado seguramente. ¡Del pecho de la humanidad abatí ida arrancaremos el Talón de Hierro maldito! A una señal convenida, por todas partes se levantarán legiones de trabajadores, y jamás se habrá visto nada semejante en la historia. La solidaridad de las masas trabajadoras está asegurada, y por primera vez estallará una revolución internacional tan vasta como el vasto mundo.

Ya lo veis; estoy obsesionada por este acontecimiento que desde hace tanto tiempo he vivido día y noche en sus menores detalles. No puedo alejar el recuerdo de aquel que era el alma de todo esto. Todos saben que trabajó rudamente y sufrió cruelmente por la libertad; pero nadie lo sabe mejor que yo, que durante estos veinte años de conmociones he compartido su vida y he podido apreciar su paciencia, su esfuerzo incesante, su abnegación absoluta a la causa por la cual murió hace sólo dos meses.

Quiero intentar el relato simple de cómo Ernesto Everhard entró en mi vida, cómo su influencia sobre mí creció hasta el punto de convertirme parte de él mismo y qué cambios prodigiosos obró en mi destino; de esta manera podréis verlo con mis ojos y conocerlo como lo he conocido yo misma; sólo callaré algunos secretos demasiado dulces para ser revelados.

Lo vi por primera vez en febrero de 1912, cuando invitado a cenar por mi padre, entró en nuestra casa de Berkeley; no puedo decir que mi primera impresión haya sido favorable. Teníamos muchos invitados, y en el salón, en donde esperábamos que todos nuestros huéspedes hubieran llegado, hizo una entrada bastante desdichada. Era la noche de los predicantes, como papá decía entre nosotros, y verdaderamente Ernesto no parecía en su sitio en medio de esa gente de iglesia.

En primer lugar, su ropa no le quedaba bien. Vestía un traje de paño oscuro, y él nunca pudo encontrar un traje de confección que le quedase bien. Esa noche, como siempre, sus músculos levantaban el género y, a consecuencia de la anchura de su pecho, la americana le hacía muchos pliegues entre los hombros. Tenía un cuello de campeón de boxeo, espeso y sólido. He aquí, pues, me decía, a este filósofo social, ex maestro herrero, que papá ha descubierto; y la verdad era que con esos bíceps y ese pescuezo tenía un físico adecuado al papel. Lo clasifiqué inmediatamente como una especie de prodigio, un Blind Tom de la clase obrera.

Enseguida me dio la mano. El apretón era firme y fuerte, pero sobre todo me miraba atrevidamente con sus ojos negros... demasiado atrevidamente a mi parecer. Comprended: yo era una criatura del ambiente, y para esa época mis instintos de clase eran poderosos. Este atrevimiento me hubiese parecido casi imperdonable en un hombre de mi propio mundo. Sé que no pude remediarlo y baje los ojos, y cuando se adelantó y me dejó atrás, fue con verdadero alivio que me volví para saludar al obispo Morehouse, uno de mis favoritos: era un hombre de edad media, dulce y grave, con el aspecto v la bondad de un Cristo y, por sobre todas las cosas, un sabio.

Mas esta osadía que yo tomaba por presunción era en realidad el hilo conductor que debería permitirme desenmarañar el carácter de Ernesto Everhard. Era simple y recto, no tenía miedo a nada y se negaba a perder el tiempo en usos sociales convencionales. "Si tú me gustaste enseguida, me explicó mucho tiempo después, ¿por qué no habría llenado mis ojos con lo que me gustaba?" Acabo de decir que no temía a nada. Era un aristócrata de naturaleza, a pesar de que estuviese en un campo enemigo de la aristocracia. Era un superhombre. Era la bestia rubia descrita por Nietzsche, mas a pesar de ello era un ardiente demócrata.

Atareada como estaba recibiendo a los demás invitados, y quizás como consecuencia de mi mala impresión, olvidé casi completamente al filósofo obrero. Una o dos veces en el transcurso de la comida atrajo mi atención. Escuchaba la conversación de diversos pastores; vi brillar en sus ojos un fulgor divertido. Deduje que estaba de humor alegre, y casi le perdoné su indumentaria. El tiempo entretanto pasaba, la cena tocaba a su fin y todavía no había abierto una sola vez la boca, mientras los reverendos discurrían hasta el desvarío sobre la clase obrera, sus relaciones con el clero y todo lo que la Iglesia había hecho y hacia todavía por ella. Advertí que a mi padre le contrariaba ese mutismo. Aproveché un instante de calma para alentarlo a dar su opinión. Ernesto se limitó a alzarse de hombros, y después de un breve "No tengo nada que decir", se puso de nuevo a comer almendras saladas.

Pero mi padre no se daba fácilmente por vencido; al cabo de algunos instantes declaró:

-Tenemos entre nosotros a un miembro de la clase obrera. Estoy seguro de que podría presentarnos los hechos desde un punto de vista nuevo, interesante y remozado. Hablo del señor Everhard.

Los demás manifestaron un interés cortés y urgieron a Ernesto a exponer sus ideas. Su actitud hacia él era tan amplia, tan tolerante y benigna que equivalía lisa y llanamente a condescendencia. Vi que Ernesto lo entendía así y se divertía.

 
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de Jack London

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