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I

 

EL SÍMBOLO DE LA VIRILIDAD

Al terminar su obra magnífica se sentó a contemplarla. Realmente le pareció hermo­sa, pero aburrida. Después de tanto trabajo se dio cuenta de que ver caer agua de impresio­­nantes cataratas o ríos corriendo sólo para desembocar en profundos mares, plantas de toda especie siendo exterminadas por animales hambrientos, montañas de tamaño gigantesco in­capaces de moverse y estrellas luminosas adornando el firmamento conformaban un cuadro muy bello a sus ojos. Pero ¿cuánto tiempo podría pasar felicitándose por su Creación sin desmayar de tedio?

            Así fue que a esa pintura cuasi perfecta agregó lo que Él llamó “diversión”. Inventó algo que realmente lo distraería y le haría transitar gratos momentos –al menos es lo que Él esperaba.

            –Para entretenerse, ¿qué mejor que el hombre? –pensó–. Entonces se zambulló en un pantano lleno de lodo estancado, frío y bastante sucio y modeló su obra maestra: un ser humano varón, a quien dio el nombre de Adán.

            Al principio mostraba forma humana, es decir, no se parecía a una montaña, ni a un árbol, ni a un mar, ni mucho menos –claro está– a un cielo y, aunque tenía mucho de animal, cualquiera de éstos podía percatarse de que no lo era, solamente porque no se movía.

            Minimizando el hecho de la falta de movilidad, el Señor –en un acto de infinita bon­dad– colocó en su cabeza un cerebro. Este hecho constituyó para Adán una carga demasiado intolerable, ya que nunca llegó a comprender para qué servía.

            Hasta que un día, totalmente agotado de esperar una reacción que por propia volun­tad no llegaría, Dios se acercó a él y le explicó que el objeto de semejante obsequio era que lo utilizara para pensar.

            –Emplea tu cerebro para pensar, hijo mío. Cuando pienses podrás ordenar a tu cuer­po que se mueva. Con tus piernas podrás recorrer todo este paraíso. Estirarás los brazos para tomar de él todo lo que te apetezca. Sentirás que el viento te roza la piel y serás su ami­go. Moverás tus labios y emitirás sonidos con los que formarás palabras que te ayudarán a comunicarte con los demás seres que habiten este lugar. Cada día, cuando el cielo oscurez­ca y aparezcan las estrellas, podrás ordenar a tus ojos que se cierren para descansar.

            –¡Ah, sí, sí! –dijo Adán– ¡ya lo sabía!

            Al oír esto, Dios le echó una mirada desde la cabeza hasta los pies, diciendo:

            –¡Cuidado, Adán! Pensar es pensar y saber es saber.

            Esa fue la última explicación que el Señor dio al varón que había creado. Le deseó suerte y desapareció de su vista. Se sentó en el infinito para empezar a divertirse con el bufón.

            De todo lo que Dios le había dicho, lo que más le interesó y gustó a Adán fue el asunto de dar órdenes. Cierto es que interpretó el mensaje de la manera que más le convení­a y pronto –muy lejos de ordenar a su cerebro realizar buenas acciones– se convirtió en un dictador.

            Dios, para quien dialogar con ese ser era ya una tortura, tomó aire y nuevamente sa­lió a su encuentro:

            –Si este comportamiento tuyo se debe a que estás solo y te crees dueño de todo, cura­ré tu egoísmo. A partir de hoy deberás ser generoso y aprender lo que es compartir. Te daré una compañera, a quien permitirás gozar de todo lo bello que he puesto a tu alcance.

            Así apareció Eva, otro ser humano, igualito a Adán, pero con cabello largo.

 

 
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Empezó con una nuez de Zulema Aimar   Empezó con una nuez
de Zulema Aimar

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