Desde la más remota antigüedad, la humanidad se ha planteado el problema del origen del universo. Las más arcaicas leyendas mitológicas, los más viejos libros sagrados de las religiones comenzaban siempre por un relato de la creación del mundo Y parece que una de las primeras preguntas que el hombre primitivo se dirigió a sí mismo, tan pronto como tuvo ocasión de reflexionar sobre su propia suerte, fue precisamente la del "principio" de la naturaleza en el seno en la cual vivía.
Han corrido los siglos; las explicaciones imaginadas por nuestros lejanos antepasados nos parecen hoy puerilmente ingenuas y al leerlas experimentamos la impresión de hojear los recuerdos poéticos y algo ridículos de un mundo desaparecido. La ciencia, no sin haber tenido que librar previamente serios combates, ha podido ocuparse del problema que atraía ya la atención de los primeros hombres, pero la cuestión se ha ampliado, al mismo tiempo que se precisaban sus términos.
Lo prueba la misma evolución de la palabra cosmogonía, con la cual se designan desde hace mucho tiempo las investigaciones relativas a un principio. Si se atiene uno a la etimología, este término sólo debería aplicarse a las teorías relativas al nacimiento del mundo, y tal era, por otra parte, su -acepción primitiva. Actualmente se lo emplea para caracterizar en forma mucho más general la rama de la ciencia que trata del origen, del fin, y eventualmente de la resurrección de los diferentes astros y de los diferentes mundos. En resumen, la cosmogonía se ha convertido en la ciencia de la evolución del universo y de los cuerpos que lo componen. Ella no se pregunta cómo ha nacido el mundo, sino si la Tierra, el Sol, las estrellas han existido desde la eternidad, si durarán eternamente, si los diversos mundos pueden morir, si la materia puede desvanecerse en forma de radiación, por ejemplo, y si esta desaparición sería definitiva o si la seguiría una reconstitución.
Tales problemas, sin duda, interesan a la mayor parte de nuestros contemporáneos, y llegan a apasionar a muchos de ellos, no solamente entre la gente de mayor cultura científica, sino también entre los elementos más reflexivos y conscientes del proletariado. Este último hecho merece que nos detengamos un poco. Ciertos espíritus religiosos han querido ver en él la consecuencia de una especie de nostalgia de lo divino que ejerciera sus estragos incluso en el seno de los obreros más inteligentes y revolucionarios y los llevara a ocuparse de problemas en los cuales el infinito entra en juego.
Es necesario decir en su descargo y para explicar esta extrañe interpretación, que esos espíritus religiosos asimilan pura y simplemente el marxismo con el materialismo tal como lo definen y no pueden llegar a comprender, desde ese instante, qué interés puede ofrecer la cosmogonía en sí misma (y fuera de toda idea de lucha religiosa), para un marxista, puesto que esta ciencia no tiene ninguna aplicación práctica, por lo menos antes de millones, quizá de miles de millones de años.
No es, pues, completamente inútil al comienzo de esta obra, responder con algunas palabras a esas curiosas afirmaciones y. precisar por qué los marxistas, empezando por Engels, se interesaron siempre por la cuestión del origen de los mundos.
Conviene recordar, desde luego, que el materialismo de Marx y de Lenin no tiene nada de común con el grosero apego a los goces materiales y egoístas con el cual sus detractores (que a menudo lo ignoran) querrían confundirlo.