I. EL IMPERIO ESPAÑOL
La conciencia vacila cuando se siente dueña de un
espacio demasiado grande. El rey Felipe II de España, al subir a su
trono, alarga los brazos y trata de abarcar los confines de sus diversos reinos,
extendidos en un universo recientemente descubierto y asimilado: aquí,
sus posesiones de Italia, allá su Condado y sus Países Bajos, y al
otro lado de los océanos, las Indias prestigiosas. Espíritu
prudente, abstracto, esencialmente administrativo, se retira al punto central
del país, construye una célula gigantesca, y desde allí, a
fuerza de balduque y papeleo, intenta cimentar este Imperio y asegurar su
permanencia, imponerlo al mundo, al mundo entero, que se resiste. Se
extraña de estas resistencias y de las peripecias que debe afrontar la
voluntad cuando pretende gobernar fuerzas tan contradictorias.
Es preciso -dice dando a Antonio Pérez sus
instrucciones en un momento trágico-; es preciso que yo sea bien
instruido sobre todo lo que es necesario, en vista de las intrigas del mundo y
de sus negocios que me tienen en el espanto.
El hombre no se siente ya a la medida de un universo tan vasto
y complejo. Ignora cuál es su puesto en la vida y la ruta que le
trazará el destino. Una extraña fuerza de proyección le
arrastra desde su nacimiento, y así como el espacio tiene otras
dimensiones, el tiempo conoce otras velocidades. Los astros no sabrían
decir si tal recién nacido de España vivirá en el viejo
continente, hará su carrera en Flandes o en el Virreinato de
Nápoles, o será impulsado acorrer su suerte a través de las
Américas.