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El éxodo

Antes de llegar a la camioneta, Antonio, Alicia y Luis me buscaron y cuando estuvieron frente a mí ?quien se encargó de hablarme fue Antonio?. Él me preguntó: ¿Vienes con nosotros?, No, me quedaré. Pero qué vas a hacer aquí sólo, Vení con nosotros, No, no. Tengo ganas de andar a caballo un rato, Está bien. Luego hablaremos, Que se diviertan, Entre dientes para que no me oyeran les espeté: que Dios los ayude. Me importa un rábano...

Salieron para el pueblo en la pick up nueva, una Ford V 8 cero kilómetro l954, que tenía un uso de solo, dos o tres meses si no me traiciona la memoria. Ni lo tomé en cuenta. Vi que se marchaban mientras yo estaba ensillando. La gente se la envidiaba, aunque no yo. A mí me resultaba indiferente. No me proporcionaba ninguna admiración ni delirio de grandeza como a ellos. Hacia tiempo ya, que todo el entorno del que estaban rodeados me resultaba chocante, descalificativo y por lo tanto, un sentimiento semejante se me metió en la cabeza con respecto a la chata. Antonio llevaba puestos los breeches color caqui claro, las botas de caña alta y el sombrero marrón, Ah, y el anillo de sello de treinta gramos de oro que sujetaba en su meñique. Ella estrenaba las faldas negras tuvo, que dos o tres días antes, había retirado de la modista; una blusa blanca con una especie de volado vertical en el centro del pecho y zapatos tacos altos de charol negro. ¿Para qué tanto esmero por los atuendos de apariencias desmesuradas, casi humillantes, de desmedidas categoría, importancia y suficiencia?, el polvo del guadal que levanta el viento, al instante los dejará teñidos de ese opaco color pardo que emana de la tierra y todo lo satura.

Los vieron recorriendo casi todas las calles del centro. Alicia no dejaba de gesticular desmedidamente para mostrar las joyas que llevaba. El collar de perlas cultivadas, el anillo de platino que engarzaba un deslumbrante diamante, la gruesa pulsera de oro de donde colgaba un ostentoso medallón, también de oro veinticuatro que lucía en la muñeca y los colgantes de oro y esmeraldas, joyas que seguramente había adquirido en su último viaje a París. Anduvieron por lo del cura para invitarlo a la hierra del sábado, de paso se confesaron. Después fueron hasta lo de Uribe Mendizabal. Ella platicó con Laura a cerca de lo que se usaba y la ropa que estaba de moda. Revisaron los figurines, los Vogue, los catálogos nuevos y alguna que otra Temporada como para estar al tanto de lo que podía vestir la perrada. Él se jactó del partido que le ganó a la carambola la noche anterior con chanzas socarronas y exagerados agrandes. Antes de llegar a la iglesia tuvieron que pasar por la escuela, vacía. Estuvo cerrada por lo menos por unos veinte días más porque continuaban las reparaciones. Tanto tiempo sin ningún arreglo la había dejado inhabitable. El edificio, además, estaba muy viejo, sin duda para demolición. El recorrido siguió porque también invitaron al juez de paz, al intendente, y a todo el despreciable grupo de amigotes que engordan los engreimientos que hacían ver en reuniones como las que estaban preparando. Yo, aquí, al campo lo vi como siempre, como detenido en ese temporal inamovible de viento y la temperatura ociosa que invariablemente insulsa e inmutable oscila entre lo templado y lo fresco. Los animales miraban con esa indiferencia del descreimiento. El trigo, el sorgo, la alfalfa, no se sabía si estaban o no, daba lo mismo. Como ocurría invariablemente generaría cuantiosas ganancias. Algo presentí en tan desagradable preparativo que me dejó como achicado, como esperando un chubasco. Me lo imaginaba, aunque tal vez no se animaban hoy a desenterrarlo y lo dejaban para otro día.

Han pasado tantos años que no lo recuerdo con precisión; pero debí haber tenido siete u ocho cuando tomé conciencia de mi desdichada identidad. Mañana cumplo creo que los sesenta no lo sé bien porque no llevo la cuenta, aunque sospecho que es mi cumpleaños porque tengo la 51 apretándola con fuerza con mi mano. Instintivamente la cogí, sin ningún motivo determinado, solo como si sintiera la necesidad en este día de aferrarme a algo. Debe ser el día de mi cumpleaños. Después de aquel día, que transcurrió para mí como uno más de tantos, se adosó en mis insistentes recuerdos cual una invariable y continua repetición interior. Me ahoga y me resulta injusto e incomprensible.    Aunque de alguna manera me proporciona un origen, una posible dilucidación de la corrosiva duda que a pesar de mis descreimientos, respondería así como así, a qué estigmática criatura soy en este mundo podrido que no dejo de cuestionarme.

Todo ocurrió inesperadamente. Yo sin la presencia de ellos en la estancia, esperaba que de un momento a otro aparecieran con alguna de las suyas. Lo imaginé, pero no me importó Cabalgué durante algunas horas, ni me acuerdo por dónde porque me desentendí de todo lo que estaba haciendo, anduve revolcándome en la libertad de mi protector silencio. Cuando bajé del caballo escuché que llegaba la camioneta. Ya vuelven. Caminé un trecho en dirección del vehículo como para saludarlos y constaté que todos descendían sonrientes, se habían hecho ver henchidos de fruición errando en la camioneta nueva. Se deben haber divertido mucho, el cometido les salió de perillas, sin duda. Vendrán todos a la hierra. Estás jodido. Vas a tener que aguantar nomás a todos esos infaltables engreídos que adosan como amigos de la familia. Sin embargo advertí en ellos ciertas actitudes de un pronunciado interés. Pronto le dieron la orden a Luis que entrara a la casa y me dijeron que tenían que hablar conmigo. Lo van a decir ahora nomás. Martínez me tomó por los hombros y caminó conmigo unos metros. Vi que a Alicia se le humedecía la mirada. Sin dilaciones él se despachó con una aparatosa expresión simuladamente patriarcal: «Ya es tiempo de que lo sepas, tómalo con calma pero te vamos a hablar con toda la franqueza del mundo» Instintivamente imaginé qué era lo que me tenían que decirme. Me les adelanté y les sacudí de un modo concluyente un inesperado, para ellos: Ya lo sé, ustedes me adoptaron.

 
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Con los ojos del silencio de Ricardo Adalberto Narvaja   Con los ojos del silencio
de Ricardo Adalberto Narvaja

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