CAPITULO I
EL VIAJE
El año undécimo del reinado de Abd-ul-Hamid, hijo de Ahmedo,
emperador de los turcos; cuando los rusos victoriosos se apoderaron de Crimea y
plantaron sus banderas en frente de Constantinopla, viajaba yo por el imperio de
los otomanos, y recorría las provincias que en otro tiempo formaron los reinos
de Egipto y de Siria.
Fijando toda mi atención en lo que concierne a la felicidad de
los hombres en el estado social, entraba en los pueblos, y estudiaba las
costumbres de sus habitantes; penetraba en los palacios, y observaba la conducta
de los que gobiernan; me dirigía a los campos, y examinaba la condición de los
hombres que los cultivan: y no viendo en todas partes más que iniquidades y
destrozos, miseria y tiranía, sentíase mi corazón oprimido de tristeza y de
indignación.
Todos los días encontraba en mi camino campos abandonados,
pueblos desiertos y ciudades en ruinas. Con mucha frecuencia encontraba también
monumentos antiquísimos y reliquias de templos, de palacios y de fortalezas, de
columnas, de acueductos y de mausoleos; y este espectáculo excitó mi espíritu a
meditar sobre los tiempos pasados, y trajo a mi mente pensamientos graves y
profundos.
Así llegué a la población de Hems, sobre las riberas del
Oronto; y hallándome cerca de Palmira, situada en el desierto, resolví reconocer
por mí mismo sus ponderados monumentos: al cabo de tres días de marcha en las
soledades más áridas, habiendo atravesado un valle lleno de grutas y de
sepulturas, observé repentinamente, al salir de este valle, una inmensa llanura
con la escena más asombrosa de ruinas colosales; era una multitud innumerable de
soberbias columnas derechas, que, como las alamedas de nuestros jardines,
extendíanse hasta perderse de vista en filas simétricas y hermosas. Entre estas
columnas había grandes edificios, los unos enteros, los otros medio destruidos.
Por todas partes estaba el terreno cubierto de cornisas, de capiteles, de
fustes, de pilastras todo de mármol blanco, y de un trabajo exquisito. Después
de tres cuartos de hora de camino sobre estas ruinas, entré en el recinto de un
vasto edificio, que fue antiguamente un templo dedicado al Sol; admití la
hospitalidad de unos pobres campesinos árabes, que habían establecido sus chozas
sobre el pavimento mismo del templo y resolví detenerme allí algún tiempo, para
considerar atentamente la belleza de tantas y tan suntuosas obras.