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Capítulo 1


“Estamos irresistiblemente atraídos por quien nos traerá los problemas necesarios para nuestra propia evolución”.
Alejandro Jodorowsky


El sol comenzaba a filtrarse por las persianas, era una mañana primaveral. A la hora exacta sonó el despertador. Gastón se desperezó en la cama. Se levantó, se lavó la cara y sin desayunar, se vistió y salió apurado para el colegio. Llegaba tarde. Como siempre. Gastón era un adolescente demasiado flaco, mediocre en sus notas, pero con un carisma especial.
Tenía muchos amigos, y una familia que lo quería, sin embargo sentía que su vida estaba vacía. No sabía el motivo, pero la adolescencia había llegado con una profunda melancolía arraigada a su corazón y este último tiempo la sensación se estaba agravando.
Apuró el paso, con la vista clavada al piso, y las manos en los bolsillos de su pantalón gastado, pero una cuadra antes de llegar, se detuvo. En el colegio sonaba el timbre de entrada, pero él no podía moverse del lugar donde estaba. A sus pies había un cuaderno de tapa roja que esperaba ser levantado. Gastón se agachó, lo tomó con manos firmes y como si de un tesoro se tratara lo guardó en su destartalada mochila marrón. Entró a su aula casi sin resuello y se sentó a escuchar al profesor. Él aún no lo sabía, pero ese día su vida estaba a punto de cambiar.
Los minutos en clase pasaban lentos y él sentía cada vez más fuerte el tic tac del reloj sonando en sus oídos. Horas más tarde, con el timbre anunciando el final de la jornada, se despidió de sus amigos y se dirigió a su casa. No sacó el cuaderno de la mochila hasta llegar. Una vez allí, saludó a sus padres y sin detenerse mucho tiempo se encerró en su habitación. Como cualquier adolescente. En vez de poner música o encender la computadora se sentó en su cama y sacó el cuaderno. En la tapa decía: “Diario de Greta”.
Era tal la intriga que sentía que simplemente giró la tapa y comenzó a leer:


Hola, soy Greta y esta es mi historia.Un relato que recorre mis años de búsqueda espiritual, que necesariamente me remontan a diferentes momentos de mi vida. Ustedes, mis hijos, en este momento son pequeños. Y aunque trato de inculcarles lo mejor en su crianza, deseo dejarles esta historia, para que conozcan una versión extendida de su madre. No es fácil abrir el corazón y volcar todo en el papel. No es sencillo entregarse desde el alma. Aunque esa apertura sea un regalo hacia los seres más amados del mundo. Pero sinceramente, y aunque trate de disfrazar la realidad, este relato es una prueba para mí. Es un obsequio a mí misma. Es un desafío que tengo pendiente y necesito resolver para poder seguir adelante.
Es un camino que comienzo tratando de llegar a la meta: encontrarme a mí misma. Redescubrirme. Hallar paz. Deshacerme de todo eso que sobra y me molesta. (Suena repetido, pero solo se trata de liberar espacio para poder verme, hace años que no me veo, ni siquiera sé muy bien quién soy).
Siempre recuerdo un cuento muy conocido que dice:
“Cierto día un joven se acercó a un maestro y muy amablemente le dijo:
—Maestro, soy su nuevo discípulo y deseo que me ayude a despertar mi conciencia. Ya estudié metafísica, reiki, tai chi, yoga…
—Discúlpame que te interrumpa —dijo el Maestro—. ¿Quieres una taza de té?
—Por supuesto —respondió el joven.
El maestro comenzó a servir sin detenerse cuando la taza ya estaba llena. El joven, alterado, dijo:
—¡Maestro!, ¿Qué hace? ¿No ve que la taza está rebalsando? Ya está llena.
El Maestro, muy tranquilo respondió:
—Lo sé. Tu mente está igual que esta taza. Llena de opiniones propias y creencias. ¿Cómo podría enseñarte algo si primero no vacías tu taza?”.
De eso se trata. De vaciar, para llenar con nuevos elementos, más saludables y positivos.
Creo que nos cuesta tanto soltar porque todo lo que tenemos amarrado, falsamente nos hace creer que eso es lo que somos. Entonces, liberar nos deja desnudos.
¿Y quién quiere estar desnudo delante del mundo? Yo no. Además, esa sensación de desnudez conlleva a que tengamos que observarnos tal cual somos, aceptarnos, amarnos así, sin filtros ni engaños y luego volver a vestirnos, pero esta vez con prendas nuevas. Elegidas cuidadosamente. Es una tarea ardua, que es mucho más fácil evitar.
En mi caso, hasta hace algunos años atrás vivía cada día manejándome con ideas preconcebidas o prejuicios, tanto sobre mí misma como sobre los demás. No cuestionaba nada ni dudaba de mis creencias. Cierto día, me detuve y comencé a indagar. En mi caso el motivo fue solo hartazgo. Pero a ustedes puede sucederles que indaguen desde siempre. O que por un motivo particular se les ocurra cambiar los hábitos. Yo solo me detuve, y comencé a indagar. Fue el principio del fin. Noté que en realidad no era tan mala cocinando, que podía reconciliarme con la naturaleza, y que no es necesario tener siempre la razón.
Comencé a cuestionar cada “verdad” que rondaba mi cabeza, y un nuevo mundo se abrió para mí. Cuidado que este tipo de ejercicio te desordena la estantería, pero libera y mucho. Por eso, hijos míos, cuestionen lo que creen real. Lo que creen conocer y, por supuesto, cuestionen estas palabras. De pequeños viven a través de nosotros, sus padres. Y sin darnos cuenta les vamos transmitiendo nuestras propias verdades. Llegará un momento en que ustedes comenzarán a crear sus propios esquemas, tal vez choquen con los anteriores, o quizás se acoplen. Lo importante es que no se sientan culpables por avanzar. De eso se trata la evolución. Es fundamental quebrar el círculo para dejar entrar nuevos elementos a nuestras vidas. Cuesta soltar (a mí me cuesta, ojalá a ustedes no tanto), pero es muy liberador.  

 
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