El correo se había retrasado mucho. Aún no
había llegado cuando volvimos de nuestro paseo después del
almuerzo.
-Pas encore, Madame -dijo con voz cantarina Annette, y
volvió rápidamente a la cocina.
Llevamos los paquetes al comedor. La mesa estaba puesta. Como
siempre, ver la mesa puesta para dos, sólo para dos, y sin embargo tan
completa, tan perfecta, que no había lugar posible para un tercero, me
hizo sentir una momentánea y rara emoción, como si me hubiera
alcanzado el rayo de plata que centelleaba sobre el blanco mantel, los cristales
brillantes, el sombrío tazón de fresas.
-¡Maldito cartero! ¿Qué le habrá
pasado? -dijo Beatrice-. Deja esas cosas en algún lugar, querido.
-¿Dónde las quieres?...
Ella levantó la cabeza; luego sonrió de una
manera dulce y burlona.
-En cualquier parte... tonto.
Pero yo sabía muy bien que para ella no existía
un lugar así, y que hubiese tenido que quedarme parado sosteniendo la
chata botella de licor y los dulces durante meses, durante años, antes de
atreverme a escandalizar su exquisito sentido del orden.