Quizás lo estuvo. La singularidad de su situación debe de haberlo moldeado de tal modo que, considerado en relación con sus congéneres y los asuntos de la vida, no podría decirse que estaba en su juicio. Había logrado -o más bien le había acontecido- separarse del mundo, desaparecer, para ceder su lugar y privilegios entre los vivos sin ser admitido entre los muertos. La vida del ermitaño no puede compararse a la suya de ningún modo. Wakefield estaba en medio del bullicio de la ciudad, al igual que ante, pero la multitud pasaba a su lado y no lo veía; figuradamente podemos decir que estaba al lado de su esposa y en su lugar, aunque sin sentir nunca la validez de uno ni el afecto de la otra. El destino sin igual de Wakefield consistía en conservar su parte originaria en las simpatías humanas y aun estar comprometido en intereses humanos, pero sin ninguna posibilidad de influir en las unas ni en los otros. Rastrear el efecto de esas circunstancias sobre su corazón e intelecto, por separado y al unísono, sería una especulación muy extraña. Sin embargo, por más cambiado que estuviera, pocas veces podía tener él conciencia del cambio, dado que se consideraba el mismo hombre de siempre. Por supuesto, a veces se le presentaban destellos de la verdad, pero solo por un instante. Él, incluso en esos momentos decía: "¡Pronto volveré!", sin reflexionar que había dicho lo mismo durante veinte años.
También imaginó que esos veinte años se le aparecían retrospectivamente, como un período muy poco más largo que esa semana a la que primero había limitado su ausencia. Vería todo lo sucedido como un intermedio en el curso general de su vida. Cuando luego de algún tiempo más, considerara llegado el momento de volver a entrar en la sala de su casa, su esposa golpearía las manos de alegría al ver a su marido, todavía en su edad madura. ¡Qué error! Si el Tiempo no hiciera otra cosa que esperar la terminación de nuestras locuras favoritas, todos nosotros seríamos jóvenes, y hasta el día del juicio.