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LA ESCLAVITUD

 

Los grupos de comerciantes del Norte, quienes vivían como hienas aprovechándose de los saqueos del sanguinario ejército, llegaron a partir del iom siguiente y comenzaron a comprar todos los esclavos posibles.
Eran una excelente mercancía, especialmente porque los esclavos eran la única fuerza laboral y de tracción conocida para las minas.
Sus dioses les habían enseñado a extraer los metales del suelo, ellos exigían ofrendas de oro y para ello les inculcaron que esclavizar a sus semejantes era la mejor manera de obtenerlo en cantidad.
Esos pueblos necesitaban un continuo flujo de mano de obra para reponer a los pobres infelices que morían en las minas. Sus dioses eran sanguinarios y les habían dejado algunos elementos sagrados e instrucciones que servían para torturar a los esclavos rebeldes y convertirlos en sumisos trabajadores.
Su sociedad estaba formada por los hombres libres, ricos y pobres, y por los desdichados esclavos. Un esclavo era objeto de propiedad del dueño, éste podía disponer de su cuerpo como mejor le placiese, incluso tenía la libertad de matarlo. Un esclavo no tenía otro fin que el de trabajar constantemente. La única razón para liberar a un esclavo era deberle la vida, pero por lo general los sometidos querían matar a sus captores más que salvarlos. Lo único prohibido por sus dioses era el robo a otros hombres libres, delito que se juzgaba y castigaba con la esclavitud.
Samuel fue vendido a uno de esos comerciantes y encadenado a su caravana.
A los esclavos les pusieron grilletes en sus cuellos y las cadenas los unían en filas, además todos llevaban los brazos atados delante, excepto Samuel quien los llevaba atados a la espalda. Había algo en su mirada que atemorizaba a sus compradores, fuego en sus ojos y altanería en sus actos. Eso no era bueno para pasar inadvertido siendo esclavo, pero los comerciantes sabían que le podían sacar muy buen provecho a esa actitud y a la complexión atlética del joven.
La caminata comenzó hacia el Norte, hacia el pueblo de Samás, último baluarte de los pueblos que rechazaban la esclavitud como modo de vida, luego venía el desierto y tierras que Samuel nunca había incursionado. Los sabios de la corte enseñaban que allí vivían los pueblos esclavistas, gente con quienes se comerciaba pero nunca se los dejaba ingresar a la ciudad porque sus costumbres eran contrarias a las enseñanzas de los dioses.
Durante una shavua sus iom tenían una rutina agobiante: se despertaban al alba, les entregaban una ración de comida y un cuenco con agua, les ataban las manos y partían en caminata por los caminos arenosos y las dunas del desierto, el sol pegaba fuerte en sus pieles desnudas y el grillete del cuello raspaba a medida que la arena y el sudor se mezclaban. Cuando el sol alcanzaba su cenit la caravana paraba, los esclavos intentaban tomar aliento y los comerciantes descansaban un rato, comían y bebían. Al cabo de una o dos horas se retomaba la marcha hasta el anochecer cuando paraban para descansar, los comerciantes hacían armar sus carpas y liberaban las manos de los esclavos quienes recibían nuevamente una escasa ración como la de la mañana, los grilletes del cuello nunca se los quitaban. Alguno que otro no lograba despertar porque las picaduras ponzoñosas de los animales nocturnos se cobraban siempre alguna vida.
Mientras Samuel avanzaba por las arenas del desierto se prometía a sí mismo nunca aceptar la esclavitud, podrían apresar su cuerpo pero jamás su espíritu.
“¿Por qué sigo vivo? ¿Por qué los dioses desprotegieron mi ciudad? —Pensaba—. ¿Qué hice mal? ¿Cuál fue mi pecado para recibir el castigo del destierro?”
El anciano delante de él comenzó a mostrar síntomas de enfermedad, desde entonces los comerciantes no lo alimentaron más ¿deberían invertir esfuerzos en una mercancía defectuosa?
Samuel, en secreto, compartía su ración con el hombre. Quizás él podría salvarlo y con ello salvar su alma. El joven estaba acostumbrado a las privaciones de la vida militar: largos ejercicios de práctica y poco alimento.
El anciano cada vez tenía peor semblante a pesar de los cuidados que le daba Samuel. Era probable que no durara mucho, la marcha en el desierto, aunque lenta, era sacrificada para cualquiera que no estuviera acostumbrado a caminar tantas horas de día.
La cara de Samuel estaba quemada por el sol y su barba ya estaba bastante crecida. Entre la defensa de su ciudad, la invasión y ahora el cautiverio llevaba casi tres shavua sin rasurarse. Sólo podía imaginar cómo se veía, no había nada en el desierto que pudiera devolverle el reflejo de su cara.

 
 
 
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Samuel de Kandás: La Tabla de la Ley y el Corazón Escarlata de la Sabiduría Infinita de Carolina Inés Valencia Donat   Samuel de Kandás: La Tabla de la Ley y el Corazón Escarlata de la Sabiduría Infinita
de Carolina Inés Valencia Donat

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