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-Pero si María Teresa supiera... quien sabe si...

-Escucha, Jaime: Vas a jurarme que no harás nada porque lo sepa. Sería odioso y cruel. Ahora le soy indiferente ¿no me detestará si sabe que me atrevo a amarla? Amigo mío, te lo suplico, déjala en la ignorancia. Si ella supiese algo, yo la perdería para siempre. No tendría más esa confianza, ese abandono, que tiene cuando me habla; nuestras relaciones se harían tirantes, cesarían probablemente... ¡Jaime, te ruego, puesto que me has arrancado esta confidencia, que guardes el secreto.

-Te lo prometo. Pero ¿no sería mejor que yo hablase?

-¡Me perderías! ¡No, no! cállate, ¡por favor! Si hablas, dejo la casa, me marcho, huyo...

-Bueno, está bien, no diré nada. Adiós, Juan. Dentro de algunas horas estaré lejos; abracémonos, pues pasará mucho tiempo antes que nos veamos.

-Te deseo un feliz viaje, mi querido Jaime.

Se unieron en estrecho abrazo. Luego, Jaime subió al vestíbulo; su elegante silueta se destacó sobre el resplandor del salón iluminado, y pronto desapareció entre la muchedumbre.

Juan continuó sus paseos, no ya ante la casa, sino a la sombra protectora de una doble fila de tilos, bóveda sombría que desciende en suave pendiente desde el castillo hasta el Marne. Una dulce alegría, turbada por ligeros remordimientos, embarga su espíritu. Sin dejar de sentir infinita gratitud hacia Jaime, por no haberse indignado cuando le reveló el misterio de su corazón, lamenta no ser ya el único dueño de su querido secreto. Teme que una palabra, menos aún, una mirada, un gesto de Jaime, no sea una revelación para María Teresa. Y eso, Juan, no quiere que suceda. No solamente se reprocha su amor a la señorita Aubry de Chanzelles, sino que su gran preocupación subsiste: Si ella supiese que la amaba ¿no cambiaría de actitud hacia él?

Ante esta dolorosa perspectiva, sus ojos se velan, su corazón se contrae de angustia, y murmura, desesperado:

-¿Por qué no he tenido energía para negar? ¿Qué esperaba? ¿Que Jaime hiciera desaparecer la distancia que me separa de su hermana? ¡Locura, locura! ¡Con tal, Dios mío, que nadie sospeche la osadía de mi sueño!

Sufre, y su pensamiento evoca, con angustiosa lucidez, el lejano pasado. Se mira tal como era la tarde de invierno en que el azar lo puso ante el señor Aubry, en París, en el salón escolar del sexto distrito.

Un extraño fenómeno de su memoria sobreexcitada le produce una reminiscencia exacta no sólo de los hechos sino también de su estado de alma de niño. Experimenta casi la dolorosa opresión que paralizó su corazón y anudó su garganta a su entrada en el salón profusamente iluminado. Muchos niños están ahí acompañados de sus madres o de sus padres; él está solo y se siente pequeño, triste, desgraciado.

Los señores de la comisión escolar, sentados, tranquilos y solemnes, detrás de una ancha mesa cubierta con tapiz verde, se le figuran jueces, tan terribles, que trata de no ser visto; se esconde en un ángulo de la vasta sala.

Suenan nombres lanzados por los ujieres; algunas personas se levantan, hablan, salen. Juan mira casi inconsciente; de pronto ve adelantarse a una mujer hacia la mesa. La voz del alcalde, señor Aubry de Chanzelles, llega por primera vez a los oídos de Juan. El alcalde habla con claridad en un tono grave y benévolo. En vez de amonestar a aquella mujer, llamada a justificar las ausencias demasiado frecuentes de su hijo a la escuela, se afana en demostrarle la necesidad de velar sobre la instrucción y desarrollo de la inteligencia de los niños.

Juan, tranquilizándose poco a poco, escucha con atención. Cuando el señor Aubry, inclinado hacia la pobre mujer, la interroga con bondad, y luego oye las respuestas embrolladas de la desgraciada que se excusa de no poder mandar todos los días a su chico a la escuela, porque le ayuda en su trabajo, Juan no pierde una palabra de los consejos que le da el señor Aubry al explicar el verdadero interés del niño.

La buena mujer, muy conmovida, se aleja sin poder responder.

El gran salón se halla casi desierto. El señor Aubry va a levantar la sesión, cuando el ujier llama con voz sonora:

-¡Juan Durand! Estas dos palabras, que hace tanto tiempo resonaron en el vasto salón de la alcaldía de la plaza de San Sulpicio, ¿por qué prodigio, su sonoridad llena aún los oídos de Juan? Se ve a sí mismo acercarse a la gran mesa de tapete verde con paso vacilante, arrastrando sobre la alfombra sus gruesos zapatos clavados.

Semejante a muchos chicuelos de París que han soportado duras privaciones, Juan se presenta con una figura flaca y demacrada. Intimidado y tembloroso, hace girar entre sus manos una vieja gorra color azul desteñido, y se detiene ante la comisión. El alcalde examina sus notas con aire grave. ¡Ah, desgracia! ¿por qué su rostro se llena de severidad?

-¿Qué significa esto, señor Durand? -interroga el señor Aubry. -Hace quince días que no se le ve a usted en la escuela. ¿Por qué eso, eh?

Juan baja la cabeza y con voz lastimera contesta:

-Es porque mamá estaba enferma y ha muerto.

-¿Muerto?

-Sí. La llevaron hace tres días...

Toda la severidad del alcalde desaparece; bondadosamente lo interroga:

-¿De qué enfermedad ha muerto tu mamá?

¡Oh, cómo recuerda Juan la emoción con que aquella frase fue dicha! Súbitamente recuperó la confianza y se hizo locuaz.

-Fue un día que llovía... en el ómnibus... Estuvo enferma un mes; pero el médico dijo enseguida que no podía hacerse nada porque estaba cansada de haber trabajado demasiado.

-¿En qué trabajaba tu madre?

-Era costurera para las tiendas. Cosía todo el día, y hasta por la noche. Yo quería trabajar para ayudarla, pero ella no quería. Decía siempre: Tienes que ir a la escuela para aprender.

-¿Y tu padre?

-Hace mucho tiempo que ha muerto también; era emplomador y se cayó de un techo cuando trabajaba.

-¿No tienes parientes?

-No, nadie.

-Después que ha muerto tu mamá ¿en dónde vives? ¿quién te da de comer?

-La portera de la casa, porque me quiere mucho. Dijo ella a su hermano, que es carpintero, que me tomase de aprendiz, y ahora trabajo...

 
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