A las ocho menos diez estaba listo para partir.
Cuando bajé me encontré con toda la calle inundada. Como las
calles eran anchas y había pocos autos el agua acumulada corría a gran
velocidad.
Esperé un rato para ver si venía algún taxi.
Ya a las ocho y diez, cansado de esperar en esa esquina bajo la
lluvia, y acordándome de mi abuela traté de buscar alguna hoja de árbol con
hormigas navegantes, y encontré una enseguida. Como se acercaba muy rápidamente,
me concentré y me reduje a cuatro milímetros de altura, salté sobre la hoja y me
acomodé adelante de la hormiga que manejaba el timón.
Yo había aprendido a reducirme
Calculaba que tardaría quince minutos en llegar a lo de los
Nontoldi.
El oleaje era tremendo. De las seis hormigas que viajaban en la
hoja sólo la del timón hacía algo. Las otras, como yo, estaban sentadas a los
lados aferrando las provisiones que habían conseguido en la plaza.
La parte más peligrosa del viaje era la llegada a la zona de la
alcantarilla de la esquina.
Allí se producía un remolino mortal, pero el timonel sabía como
esquivarlo. Yo mantenía mi paraguas abierto para no mojarme, porque mi traje era
gris.
Todo era como me lo había contado mi abuela. Supongo que ella
también podía reducirse, aunque nunca me lo había contado.
En el camino nos cruzamos con otras hojas que llevaban pequeños
gusanos, familias de vaquitas de San Antonio y una pareja de ciempiés. Todos se
saludaban entre sí.
Cuando estábamos por llegar a la casa de los Nontoldi le pedí a
la hormiga timonel si podía parar. Me dijo que sí, que podía sacar la hoja del
curso de agua y encallarla sobre un adoquín, pero que después tendría que
ayudarla a poner nuevamente la hoja en el agua. Acepté y agradecí.