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Kinxzar temblaba de impotencia y se disponía a responder, pero fue su padre quien tomó la palabra:
“Ese es un asunto diferente que no viene al caso. Lamento la muerte de tu mensajero que tantas misiones cumplió y que tantas veces ayudó a nuestra causa. Será responsabilidad de Kinxzar encontrar un nuevo auxiliar que te pueda servir con una diligencia igual a la del que acabas de perder. Pero esa es otra historia y la muerte de un sirviente no es razón para que desees tales males a tus familiares y superiores. Creo que es conveniente que recuerdes que él es tu jefe, por lo que no estás autorizado a darle órdenes o hablarle así”.
Sin poder contenerse, Mahs gritó la respuesta. Al hacerlo escupió grandes volutas de humo que comenzaron a derretir el hielo del techo.
“¡Prefiero perder mis ojos antes de obedecerle! Kinxzar será tu hijo, pero los Racar no vamos a respetar sus órdenes hasta que no sea digno de dirigirnos. En caso de que no creas lo que digo, propongo que preguntes a los de mi clan a quién prefieren seguir: a él, a mí o a ti”. Mientras esperaba que sus palabras calasen en sus parientes añadió. “Recuerden que aunque no les guste, yo soy el líder de mi pueblo”.
“Y recuerda que yo soy el líder de este pueblo”, chilló Kinxzar.
“Este pueblo ha vuelto a morir. No se reconstruirá sin mis dragones y su ayuda”.
“¿Tus dragones?”.
“¡Silencio!”.
El bramido de Hinxzar provocó que el techo, debilitado por los vapores de Mahs, se resquebrajase y varios trozos de hielo y piedra cayeran sobre ellos.
El suceso no inmutó ni a Mahs ni a Hinxzar. Kinxzar los emuló, pero los otros dragones le vieron temblar y escudriñar el techo con la mirada, mientras que el alcalde, incapaz de capear el sobresalto, corrió y gimoteó hasta darse de bruces contra algo que no supo si fue el cuerpo de uno de los dragones o una de las rocas que segundos antes habían pertenecido al techo.
A medida que la cueva dejaba de temblar, los hermanos mantenían una confrontación en la que ninguno hablaba o parpadeaba; apenas se miraban. Cohibidos ante tal comportamiento, Kinxzar y el alcalde sentían que sobraban e intentaban mantenerse en silencio. Fue la pericia de Hinxzar la que logró apaciguar la situación.
“Es ridículo que peleemos entre nosotros, Mahs. Ya has tenido un día bastante duro. Olvidemos lo ocurrido y mudemos a Moville; busquémosle una sede más segura, con un techo más sólido”.
“Ese no es el verdadero problema, Hinxzar”.
Con un suspiro le respondió:
“¿No pensarás llevar esto también a Isoburgo? Nuestros asuntos no deben mezclarse con los de los humanos”.
“Moville es humana”, intervino el alcalde.
Pero antes de que pudiera desarrollar su argumento, Hinxzar le dedicó una mirada peor que cualquiera de las que Mahs le hubiese dirigido jamás. Avergonzado, el hombre jugueteó con sus pies en la nieve, mientras Kinxzar aguardaba que su padre le recriminase por su desacertada elección de gobernante. El único que parecía encontrarse a gusto con el comentario era Mahs, quien no disimulaba su recién adquirida simpatía por la ineptitud del dirigente.
Pasaron los segundos sin que nadie aportase un comentario y tanto Mahs como Kinxzar pensaron que el fin del alcalde había llegado; pero para fortuna del regente, la represalia fue postergada por la llegada de un nuevo curioso.
“¿Cómo pasó esto?”, preguntó con interés.
“No es el mejor momento”, balbuceó el alcalde.
Pero de nuevo, las miradas furiosas de Hinxzar y Kinxzar, lo obligaron a callar e intentar apartarse de un grupo que crecía con más velocidad de lo que algunos de sus integrantes deseaban. Fue Mahs, quien respondió:
“Parece que hubo un problema de comunicación, Walt”.
El hombre asintió y tras reconocer a los presentes, sacó de entre su túnica una pequeña esfera que emitía una tenue luz azulada. El objeto destelló por unos instantes y se adecuó a una intensidad que les permitiese ver con facilidad.
Walt aparentaba ser un muchacho joven, pero como era un hechicero no se podía estimar su edad. Tenía la piel muy clara, producto de las eternas jornadas que llevaba separado de la luz solar, su pelo era castaño claro, mientras que sus ojos azules eran capaces de distinguir objetos y seres en la oscuridad total de Solterra. De contextura robusta y personalidad inquieta, aun sin sus poderes habría sido un personaje difícil de ignorar.
Mahs, que se había retirado a la penumbra para no encandilar a los demás con el reflejo de la luz sobre su piel, era un viejo dragón de edad casi incalculable. Su tamaño era el máximo al que un dragón de hielo hubiese llegado y si bien era cierto que los de su especie nunca dejaban de crecer, pocos pensaban que pudiera aumentar mucho más. Si se erguía, su altura desde el suelo alcanzaba los tres metros, su longitud desde la cola superaba los seis metros y medio, y cuando abría las alas tenía una envergadura de más de ocho metros.

 
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de Antonio Pons

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