Primera Parte
Capítulo I
El guanaco
Era un animal grácil, de cuello largo y elegante curvatura, de
grupa redonda, nerviosas y finas las patas, los ijares entrados, el pelaje de
color rojizo oteado de blanco, la cola corta, en penacho, muy luda. En aquellas
tierras le llaman guanaco; en francés: guanaque. Vistos de lejos, estos
rumiantes crean con frecuencia la ilusión de caballos montados y, más de un
viajero confundido por esa apariencia, ha tomado una de sus manadas que galopan
en el horizonte, por un grupo de jinetes.
Ese guanaco, única criatura visible en aquella desierta región,
se detuvo en la cresta de un montículo, en el centro de una extensa pradera
donde los juncos se rozaban sonoramente unos con otros y apuntaban sus afiladas
agujas entre matas de plantas espinosas. Vuelto el hocico hacia el viento,
aspiraba las emanaciones traídas por una ligera brisa del este. El ojo avizor,
erguida la oreja giratoria, estaba al acecho, dispuesto a emprender la huida al
menor ruido sospechoso.
La llanura no ofrecía una superficie uniformemente lisa. Aquí y
allá se veían ondulaciones formadas por los barrancos que las grandes lluvias
borrascosas habían dejado a su paso. Resguardado por uno de esos rellanos, a
poca distancia del montículo, reptaba un indígena, un indio, que no podía ser
descubierto por el guanaco. Casi totalmente desnudo, cubierto tan sólo por los
jirones de piel de animal, avanzaba sin ruido, deslizándose por la hierba, para
acercarse a la presa codiciada sin espantarla. Esta, sin embargo, empezaba a dar
señales de inquietud, como si temiera un peligro inminente.