Minutos más tarde, por una hendidura del acantilado, apareció
un adolescente de unos diecisiete años, seguido muy de cerca por un hombre en
plena madurez. No cabía duda de que ambos eran indios, a juzgar por su tipo, muy
diferente al de aquel blanco que, con tan notorio escopetazo, acababa de mostrar
su destreza. De fuerte musculatura, de anchas espaldas, corpulento el torso,
gruesa cabeza cuadrada sobre un cuello robusto, una estatura de unos cinco pies,
muy oscura la piel y muy negro el cabello, con unos ojos de mirada aguda debajo
de unas cejas poco espesas y con una barba de escasos pelos, así era aquel
hombre que parecía haber pasado ya de los cuarenta años. En aquel ser de raza
inferior, los caracteres de la bestialidad pero de una bestialidad dulce y
cariñosa, rivalizaban tanto con los de la humanidad que uno se habría sentido
tentado a compararle, más que una fiera, con un perro bueno y fiel, con uno de
esos intrépidos terranova que pueden llegar a ser el compañero, y más que el
compañero, el verdadero amigo de su amo. Y ciertamente acudió a la llamada de su
nombre como uno de esos abnegados animales.
En cuanto al muchacho, su hijo, al parecer, cuyo cuerpo,
flexible como el de una serpiente, estaba totalmente desnudo, daba la impresión
de ser, desde el punto de vista intelectual, muy superior a su padre. Su frente
más desarrollada, sus ojos vivos y expresivos, manifestaban inteligencia y, lo
que es más importante, rectitud y sinceridad.
Al reunirse los tres personajes, los dos hombres intercambiaron
algunas palabras en aquella lengua indígena caracterizada por una corta
aspiración a mitad de la mayoría de las palabras. Después todos se encaminaron
hacia el herido que yacía en el suelo junto al jaguar derribado.