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Cien pasos más allá un ligero vapor blanco flotaba por encima de una de las rocas del acantilado.

De pie, en la roca, estaba un hombre con la carabina aún encarada.

Aquel hombre, de tipo ario muy acusado, no era un compatriota del herido. Aunque muy atezado, no era de piel oscura, ni tenía la nariz ensanchada en un profundo entrante de las órbitas, ni los pómulos salientes, ni corta la frente debajo de un ángulo huidizo, ni los ojos pequeños de la raza indígena. Por el contrario, su fisonomía era inteligente y su frente amplia, surcada por las múltiples arrugas del pensador.

Aquel personaje llevaba el pelo, entrecano como la barba, cortado al rape. Hubiera sido imposible precisar su edad en un margen de diez años, pero debía andar entre los cuarenta y los cincuenta. Era alto y parecía dotado de una robustez atlética, de una constitución vigorosa, así como de una inquebrantable salud. Los rasgos de su rostro eran enérgicos y graves y toda su persona expresaba arrogancia tan diferente de la orgullosa vanidad de los necios, lo que daba una verdadera nobleza a su actitud y a sus gestos.

Comprendiendo que no sería necesario disparar por segunda vez su carabina, el recién llegado la bajó, la descargó, se la puso debajo del brazo, y luego se dio la vuelta hacia el sur.

En esa dirección, más abajo del acantilado, se extendía una amplia superficie de mar. Inclinándose, el hombre llamó: «¡Karroly...!», y añadió dos o tres palabras en una lengua áspera y gutural.

 
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