De pronto un lazo cortó el aire silbando y se desenrolló hacia
el animal. La larga correa no alcanzó su objetivo, resbaló y, de la grupa, cayó
al suelo.
Había fallado el golpe. El guanaco había huido a todo correr.
Ya había desaparecido detrás de un grupo de árboles cuando el indio llegó a la
cima del montículo.
Pero si bien el guanaco no corría ya ningún peligro, era ahora
el hombre el que se hallaba amenazado.
Después de recuperar el lazo, cuyo extremo llevaba sujeto en el
cinturón, se dispuso a bajar cuando un furioso rugido estalló a pocos pasos de
él. Casi al instante, una fiera se abalanzó a sus pies.
Era un imponente jaguar, de pelaje grisáceo jaspeado de manchas
negras, más claras en el centro, que imitaban la pupila de un ojo.
El indígena conocía la ferocidad de aquel animal que con sus
quijadas podía estrangularlo con un solo golpe. Retrocedió de un salto.
Desgraciadamente, cayó al perder el equilibrio por una piedra que rodó debajo de
su pie. Mano en alto intentó defenderse con una especie de cuchillo, hecho con
un hueso de foca muy afilado, que había conseguido sacar del cinturón. Incluso
creyó por un instante que podría levantarse y colocarse en mejor postura. No
tuvo tiempo. El jaguar, levemente herido, cargó con furor sobre él. Estaba
perdido; derribado, la fiera le desgarraría el pecho.
En aquel preciso momento retumbó el seco estampido de una
carabina. El jaguar cayó fulminado, con el corazón atravesado por una bala.