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Al sonido del clarín se rompía la marcha, viniendo instantáneamente abajo el campamento, y encajonándose la tropa en sus filas sin revueltas ni demora. Además de las armas, que para los legionarios no servían de estorbo, iban cargados con el ajuar de cocina, la herramienta de fortificación y el abasto para varios días. Con tanto peso, que abrumara a todo soldado moderno, estaban adiestrados en andar ordenadamente como siete leguas en seis horas; y al asomar el enemigo, deponían su carga, y con prontas y desahogadas evoluciones, pasaban de la columna de marcha al orden de batalla. Escaramuzaban al frente los honderos y flecheros; formaban los auxiliares la primera línea al arrimo del recio de las legiones; ceñía los costados la caballería, y quedaban las máquinas a retaguardia.

Tales eran las artes guerreras con que resguardaban los emperadores romanos sus dilatadas conquistas, y seguían atesorando aquel brío militar, cuando ya todas las demás virtudes yacían bajo el cieno del lujo y del despotismo. Si en el pormenor de sus ejercicios, tras el bosquejo de su disciplina, tratamos de puntualizar su número, carecemos de datos para conseguirlo. Puédese regular sin embargo que la legión, constando de seis mil ochocientos treinta y un romanos, ascendía, con sus competentes auxiliares, a doce mil y quinientos hombres. El total sobre el pie de paz por Adriano y sus sucesores componía hasta treinta de tan formidables cuerpos, y formaban probablemente una fuerza constante de trescientos setenta y cinco mil individuos. En vez de encerrarse en el recinto de ciudades muradas, que los romanos conceptuaban de asilos para la flaqueza, acampaban las legiones por las riberas de los ríos mayores, o en los confines de los bárbaros; y como estos apostaderos solían ser invariables, cabe el ir delineando la distribución individual de la tropa. Bastaba una legión para Bretaña; pero la fuerza principal cubría el Rin y el Danubio, consistiendo en diez y seis legiones bajo la proporción siguiente: dos en la Germania Baja, y tres en la Alta, una en Recia, otra en la Nórica, cuatro en Panonia, tres en Mesia, y dos en Dacia. Defendían el Éufrates ocho legiones, seis acuarteladas en Siria, y las otras dos en Capadocia. En cuanto al Egipto, África y España, por cuanto estaban desviadas del teatro principal de la guerra, acudía una sola legión a conservar el sosiego de cada una de estas provincias. Ni carecía tampoco la Italia de su resguardo militar. Más de veinte mil soldados selectos y señalados con los títulos de cohortes ciudadanas y guardias pretorianas, celaban día y noche y custodiaban al monarca y la capital. Promovedores de cuantas revoluciones vinieron a desencajar el Imperio, los pretorianos han de llamar y aun embargar nuestra atención; mas no echamos de ver ni en su planta ni en su armamento circunstancia alguna que los diferencie de las legiones, sino su boato e indisciplina.

Aparece allá la marina de los emperadores como desproporcionada a su poderío; mas era suficiente para acudir a las urgencias del estado. La ambición romana era toda continental, y así jamás descolló aquel pueblo guerrero con la gallardía de Tiro, Cartago, y aun Marsella, que ansiaban dilatar más y más los linderos del orbe, y cuyos navegantes llegaron a descubrir las costas más recónditas del Océano. Aterró siempre más que halagó el piélago a los romanos; y volcada Cartago y exterminada la piratería, vino a quedar el Mediterráneo entero cercado por sus provincias. Ciñóse pues la política imperial a ejercer el señorío de este solo mar, apadrinando el comercio de sus industriosos súbditos. Bajo este sistema tan moderado situó Augusto dos escuadras fijas en los puntos más adecuados de Italia, una en Ravena sobre el Adriático, y la otra en Miseno dentro de la bahía de Nápoles. Llegaron por fin los antiguos a palpar con la experiencia que en sobrepujando las galeras a dos, o lo más, tres órdenes de remos, venían a reducirse a mero boato, sin el menor servicio efectivo; y el mismo Augusto había presenciado en la victoria de Accio la superioridad de sus fragatas veloces (llamadas liburnias) contra los empinados y torpes castillos de su competidor. Compuso ambas armadillas de Ravena y Miseno con estas liburnias, apropiadas para dominar, una la división oriental, y otra la occidental del Mediterráneo, aplicando la competente marinería a entrambas. Además de los dos puertos, que eran los apostaderos principales de la armada romana, situáronse fuerzas considerables en Frejus sobre la costa de Provenza, quedando el Euxino con el resguardo de cuarenta bajeles y tres mil soldados. Hay que añadir la escuadrilla conservadora de la comunicación entre las Galias y Bretaña, y un crecido número de barcos apropiados al Rin y al Danubio para infestar el territorio y atajar el tránsito a los bárbaros. Redondeando la reseña general de las fuerzas imperiales en caballería e infantería, en legiones, en auxiliares, guardias y armada, el cómputo más crecido nos franquea apenas en los estados de mar y tierra más de cuatrocientos y cincuenta mil hombres; poderío militar en verdad formidable, pero que vino a igualar un monarca del siglo anterior, cuyo reino se reducía a una sola provincia del 1mperío romano.

Hemos ido manifestando, tanto la fuerza que sostenía como el sistema que entonaba el poderío de Adriano y de los Antoninos: vamos ahora a delinear con algún método y despejo las provincias allá enlazadas bajo un mismo señorío, y deslindadas actualmente en estados independientes y aun enemigos.

España, al extremo occidental del Imperio, de Europa y del mundo antiguo, ha conservado invariablemente en todos tiempos los mismos linderos naturales, a saber: el Pirineo, el Mediterráneo y el Océano Atlántico. Esta península grandiosa, dividida en la actualidad tan desigualmente entre dos soberanos, quedó repartida por Augusto en tres provincias, Lusitania, Bétíca y Tarragonesa. Abarca ahora el reino de Portugal el país belicoso de los lusitanos, y el cercén que tuvo aquél por levante queda compensado por su aumento de territorio hacia el norte. Granada con todas las Andalucías, corresponde a la antigua Bética. Lo restante, de España, Galicia, Asturias, Vizcaya y Navarra, León y ambas Castillas, Murcia, Valencia, Cataluña y Aragón, estaba embebido en el tercero y mayor de los gobiernos romanos, el cual, por el nombre de su capital, se llamaba provincia de Tarragona. Los celtíberos eran los más poderosos, así como los cántabros y astures los más indómitos de todos los bárbaros. Al abrigo de sus riscos, fueron los últimos que se rindieron al yugo romano, y los primeros en sacudir el de los árabes.

 
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Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano de Edward Gibbon   Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano
de Edward Gibbon

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