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Nueve siglos de guerra habían ido introduciendo en la milicia varias novedades y mejoras. Las legiones, según las describe Polibio en tiempo de las guerras púnicas, se diferenciaban sustancialmente de las que consiguieron las victorias de César, o defendieron la monarquía de Adriano y de los Antoninos. La planta de la legión imperial puede manifestarse en pocas palabras. La infantería recia, que constituía fundamentalmente su fortaleza, se cuarteaba en diez cohortes y en cincuenta y cinco compañías, a las órdenes de sus correspondientes tribunos y centuriones. La primera cohorte, poseedora del sitio más honorífico y del resguardo del águila, constaba de mil ciento y cinco soldados, descollantes en lealtad y valentía: las otras nueve se componían de quinientos cincuenta y cinco cada una, y el cuerpo total de la infantería legionaria ascendía a seis mil y cien hombres. Eran sus armas iguales y asombrosamente apropiadas al intento: celada abierta con erguido crestón, peto, cota de malla, grebas para las piernas, y en el brazo izquierdo un broquel anchuroso, cóncavo y prolongado, de cuatro pies de largo y dos y medio al través, labrado de madera liviana, y resguardado con cuero de buey y chapas de cobre. Además de una lanza ligera, empuñaba el infante su pavoroso pilum, venablo pesado que solía alargarse hasta seis pies, terminado por un bote triangular de acero de diez y ocho pulgadas. Inferior era a la verdad este instrumento a nuestras armas de fuego, pues sólo se desembrazaba a la distancia de diez o doce pasos, pero disparado por una diestra pujante y atinada, no se daba caballería que se arriesgase a su alcance, ni escudo o coraza que contrastase su poderoso empuje. Desembrazado el pilum, desenvainaba el romano su espada, abalanzándose al enemigo. Era su espada una hoja española de dos filos que hacía veces de alfanje y de estoque; pero el soldado estaba impuesto en usar más bien el arma de punta que de corte, pues así resguardaba su cuerpo y causaba mayor y más certera herida a su contrario. Solía formarse la legión a ocho de fondo, y como tres pies de espacio venían a quedar a cada individuo, así entre las hileras como entre las filas. Un cuerpo de tropas acostumbrado a conservar este orden desahogado, en dilatado frente y en el ímpetu del avance, estaba siempre hábil para desempeñar el movimiento que requería el trance y disponía el caudillo. Cabíale al soldado el trecho necesario para manejarse con sus armas, y se franqueaban además intermedios adecuados, a fin de que pudieran ir acudiendo refuerzos para relevar a los que se iban imposibilitando. Fundábase la táctica griega o macedonia en otros elementos, pues la pujanza de la falange estribaba en diez y seis órdenes de lanzones apuntados en rastrillo; pero luego se echó de ver, por la reflexión y la práctica, que el poderío de la falange no alcanzaba a contrarrestar la actividad de las legiones. La caballería, sin la cual quedaba la prepotencia de la legión descabalada, se dividía en diez trozos o escuadrones: el primero, como acompañante de la primera cohorte, constaba de ciento treinta y dos hombres, al paso que los otros nueve se reducían a sesenta y seis individuos; y su planta entera venía, hablando a fa moderna, a formar un regimiento de setecientos veinte y seis caballos, embebidos de suyo en su legión respectiva, pero separados a las veces para obrar en línea y componer parte de las alas del ejército. No constaba ya la caballería de los emperadores, como en tiempo de la república, de la mocedad hidalga de Roma e Italia, que desempeñando su servicio de a caballo, se iba habilitando para los cargos de senadores y cónsules y se granjeaba los votos venideros de sus compatricios. Con el estrago de costumbres y gobierno, los más acaudalados del orden ecuestre se engolfaban en la administración de justicia; y si se alistaban para las armas, se les confería inmediatamente el mando de un escuadrón a caballo o de una cohorte de infantería. Formaban Trajano y Adriano su caballería de las idénticas provincias y de la misma clase de individuos con quienes reponían las filas de la legión. Las remontas salían de España y de Capadocia generalmente; y los jinetes romanos menospreciaban aquella armadura cerrada donde se encajonaba la caballería oriental, siendo sus armas preferentes celada, broquel prolongado, cota de malla y un chuzo y espada larga y ancha para ofender, pues tomaron al parecer el uso de lanzas y mazas de los bárbaros.

Cifrábanse principalmente en las legiones la salvación y la gloria del Imperio, pero aveníase la política romana a echar mano de cuanto fuese conducente para la guerra. Aprontábanse reclutas comúnmente por las provincias que todavía no se habían hecho acreedoras al distintivo de la ciudadanía. Varios príncipes dependientes o pueblos fronterizos gozaban su libertad y seguridad mediante el feudo de su servicio militar; y aun tercios selectos de bárbaros enemigos tenían que estar consumiendo su azaroso denuedo por climas lejanos en beneficio del estado. Comprendíanse todos éstos bajo el nombre general de auxiliares, y por más que fuesen variando según el nombre y las circunstancias, por maravilla abultaban menos que las legiones; y aun los cuerpos sobresalientes de los mismos auxiliares iban a las órdenes de prefectos y centuriones, quienes los adiestraban esmeradamente en el pormenor riguroso de la disciplina romana; pero la mayor parte seguían guerreando con las armas idénticas y geniales de su país, a cuyo uso estaban adecuadamente avezados. Bajo este sistema, cada legión, con sus competentes auxiliares, contenía en sí todo género de tropas ligeras, y armas arrojadizas, y se hallaba hábil para pelear con cualquiera nación sin menoscabo de armas y de disciplina. Tampoco carecía la legión de cuanto en el idioma moderno se llama artillería, constando de diez máquinas de mayor y cincuenta y cinco de menor cuantía, y unas y otras disparaban oblicua u horizontalmente a raudales piedras y flechas con ímpetu irresistible.

Asomaba un campamento romano con muestras de verdadera fortaleza. Delineado el sitio, acudían los cavadores ejecutivamente a despejarlo y allanarlo en cuadrada y debida forma; y se computa que el recinto de unas mil varas abarcaba a veinte mil romanos, al paso que, con las tropas nuestras, este crecido número ofrecería al enemigo hasta triplicado frente. Descollaba en medio el pretorio, o vivienda del general, sobre las demás, ocupando la caballería, la infantería y los auxiliares sus respectivos lugares. Sus calles o andenes eran desahogados, rectos, y dejaban un espacio de cien pies en derredor entre las tiendas y el muro. Este solía tener doce pies de altura, con su recia y entretejida estacada y un foso de doce pies también de hondo y de ancho. Este afán corría a cargo de los legionarios mismos, tan duchos en el manejo del azadón y del zapapico cual en el de la espada o el pilum. Cabe ser nativo el denuedo; pero tan sufrido esmero sólo puede ser parto del sumo ejercicio y consumada disciplina.

 
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Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano de Edward Gibbon   Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano
de Edward Gibbon

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