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En medio de la diferencia en su conducta personal, atuviéronse igualmente Adriano y ambos Antoninos al sistema general de Augusto. Afanados por sostener la grandiosidad del Imperio sin dilatar sus límites, valiéronse de arbitrios decorosos para ofrecer su amistad a los bárbaros, y se esmeraron en patentizar al mundo todo que el poderío romano, encumbrado sobre el apetito de más conquistas, tan sólo se profesaba amante del orden y de la justicia. Logró su ahínco afianzar uno y otro por el período venturoso de cuarenta y tres años, fuera de tal cual hostilidad pasajera que ejercitó provechosamente las legiones fronterizas, ofreciendo los reinados de Adriano y de Antonino Pío la perspectiva halagüeña de una paz incesante. Reverenciado el nombre romano por los ámbitos de la tierra, solía el emperador arbitrar en las desavenencias que sobrevenían entre los bárbaros más bravíos; noticiándonos un historiador contemporáneo haber visto desairados algunos embajadores que venían a solicitar el timbre de alistarse entre los vasallos de Roma.

El terror de las armas romanas robustecía y encumbraba el señorío y comedimiento de los emperadores, conservando la paz por medio de incesantes preparativos para la guerra; y mientras la equidad era la norma de sus pasos, estaban pregonando a las naciones que se desentendían al par de cometer y de tolerar tropelías. La fuerza militar, cuya mera planta fue suficiente para Adriano y el mayor de los Antoninos, tuvo que emplearse contra los partos por el emperador Marco. Provocaron los bárbaros hostilmente las iras del monarca filósofo, y en desempeño de su justísimo desagravio, lograron Marco y sus generales señaladas y repetidas victorias, tanto en el Éufrates como en el Danubio. La planta militar que en tal grado afianzó el sosiego y poderío del Imperio romano se nos ofrece desde luego como objeto grandioso y digno de nuestra atención.

En la primitiva y castiza república, vinculábase el uso de las armas en aquella jerarquía de ciudadanos amantes y defensores de su patria y haciendas, y partícipes en la formación y cumplimiento puntual de las leyes. Mas al paso que la libertad general se fue menoscabando con tantas conquistas, vino a encumbrarse la guerra a sistema y arte, asalariándola torpemente por otra parte. Las legiones mismas, cuando ya se estaban reclutando en provincias lejanas, se suponían compuestas de ciudadanos castizos; distinción que solía considerarse, ya como atributo legal, ya como galardón del soldado; pero el ahínco se cifraba principalmente en las prendas de edad, fuerza y estatura militar. En todo alistamiento, eran antepuestos los individuos del norte a los del mediodía, y para el manejo de las armas, los campesinos merecían la preferencia ante los moradores de las ciudades; y aun entre éstos, se conceptuaba atinadamente que el ejercicio violento de herreros, carpinteros y cazadores debía proporcionar más brío y denuedo que los oficios sedentarios y dedicados a los objetos de mero lujo. Orillado el requisito de propiedad, acaudillaban siempre los ejércitos romanos oficiales de nacimiento y educación hidalga; pero los meros soldados, al par de las tropas mercenarias de la Europa moderna, se alistaban entre las heces, y aun con frecuencia entre los mayores forajidos que afrentaban el linaje humano.

La virtud pública, que los antiguos llamaron patriotismo, nace del entrañable concepto con que ciframos nuestro sumo interés en el arraigo y prosperidad del gobierno libre que nos cupo. Este despertador incesante del incontrastable denuedo de las legiones republicanas alcanzaba ya escasamente a mover el ánimo en los sirvientes mercenarios de un déspota; y se hizo forzoso acudir a aquella quiebra con otros impulsos de igual trascendencia, a saber, el honor y la religión. El labriego y el menestral sentían la preocupación provechosa de ir a medrar en la esclarecida profesión de la milicia, donde sus ascensos y su nombradía serían parto de su propio valor; y aunque las proezas de un ínfimo soldado suelen ser desconocidas, su peculiar desempeño puede tal vez acarrear timbre o afrenta a la compañía, a la legión, y acaso al ejército de cuyos blasones es partícipe. Empeñaban, al alistarse, su juramento con ostentosa solemnidad, para nunca desamparar sus banderas, rendir su albedrío al mandato de los superiores, y sacrificar su vida a la salvación del emperador y del Imperio. El pundonor y la adhesión se daban la mano para vincular más y más la tropa con sus pendones; y el águila dorada, que encabezaba la legión esplendorosamente, era objeto de su devoción entrañable, conceptuándose no menos impío que afrentoso el abandonar en el trance la insignia sacrosanta. Dimanaban aquellos estímulos de la fantasía, y se robustecían con los impulsos más eficaces de zozobras y esperanzas. Paga puntual, donativos accidentales y premios establecidos tras el plazo competente, aliviaban las penalidades de la carrera militar, al paso que no cabía a la desobediencia o a la cobardía el evitar sus severísimos castigos. Competía a los centuriones el apalear, y a los generales el imponer pena capital, y era máxima inflexible de la disciplina romana que un buen soldado debía temer mucho más a sus oficiales que al enemigo. A impulsos de estas disposiciones, realzóse el valor de las tropas imperiales con un tesón y docilidad inasequibles con los ímpetus de los bárbaros.

Estaban además los romanos tan persuadidos de la inutilidad del valor sin el requisito de la maestría práctica, que una hueste se apellidaba con la voz que significa ejercicio, y los ejercicios militares eran el objeto incesante y principal de su disciplina. Instruíanse mañana y tarde los bisoños, y ni la edad ni la destreza dispensaban a los veteranos de la repetición diaria de cuanto ya tenían cabalmente aprendido. Labrábanse en los invernaderos tinglados anchurosos para que su tarea importante siguiese, sin menoscabo ni la menor interrupción, en medio de temporales y aguaceros, con el esmerado ahínco de que las armas en aquel remedo fuesen de peso doble de las indispensables en la refriega. No cabe en el intento de esta obra el explayarse en el pormenor de los ejercicios, notando tan sólo que abarcaban cuanto podía robustecer el cuerpo, agilizar los miembros y agraciar los movimientos. Habilitábase colmadamente el soldado en marchar, correr, brincar, nadar, portear cargas enormes, manejar todo género de armas apropiadas al ataque o a la defensa, ya en refriegas desviadas, ya en las inmediatas; en desempeñar varias evoluciones, y moverse al eco de la flauta en la danza pírrica o marcial. Familiarizábase la tropa romana en medio de la paz con los afanes de la guerra; y expresa atinadamente un historiador antiguo que peleara contra ellos que el derramamiento de sangre era la única circunstancia que diferenciaba un campo de batalla de un paraje de ejercicio. Esmerábanse generales y aun emperadores en realzar estos estudios militares con su presencia y ejemplo, y nos consta que Adriano, al par de Trajano, solía allanarse a ir instruyendo a sus bisoños, galardonar a los sobresalientes, y a veces competir con ellos en primor y brío. Descolló científicamente la práctica en aquellos reinados, y mientras conservó el Imperio alguna fuerza, mereció la enseñanza militar el concepto de cabal dechado de la disciplina romana.

 
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Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano de Edward Gibbon   Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano
de Edward Gibbon

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