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A la caída del más bello día de un estío abrasador, fatigados de un largo paseo en los campos, se detuvieron el joven y virtuoso Valmore con su respetable hermana al extremo de un prado. Valmore llevaba de la mano a su pequeño hijo Julio, al que dejó entretenido en coger flores. Julio, con la alegría y viveza de su edad, se alejó corriendo. Valmore se sentó cerca de su hermana sobre la verde hierba, y cruzando las manos sobre el pecho, comtemplaba como extático los cielos y aquel paisaje, que al paso que recreaba los sentidos, embelesaba el alma. Se dirigían de tiempo en tiempo, y descansaban sus ojos sobre Julio, sobre este niño encantador, objeto de su más tierno afecto y de sus más dignas esperanzas. Contemplándole, se entregaba al encanto de una ilusión deliciosa, gozaba de su felicidad y sus proyectos; y sin remordimientos ni dolor, podía acordarse de lo pasado, y contar sobre lo porvenir... Volvióse a su hermana, después de un largo silencio, y tomándola una de las manos que apretaba entre las suyas, la dijo: -¡Oh, mi querida Amelia, qué astro tan feliz presidió a mi nacimiento! Vuestra sabia vigilancia me preservó de los extravíos tan comunes en la juventud; no. es, tan grande la diferencia de nuestra edad, que pueda destruir entre nosotros la familiaridad fraternal; y basta para aseguraros sobre mí todos los derechos y toda la autoridad de un maestro y de una madre. No os visteis siempre libre de inquietudes y de penas, derramasteis lágrimas sobre el sepulcro de nuestros padres; era yo demasiado niño para participar de este dolor, y, desde entonces, guiado por vos, todo me ha sucedido felizmente. He perdido, es verdad la compañera que me disteis; sin duda amaba a esta esposa virtuosa, madre de Julio; pero, bien lo sabéis, su corazón, poco sensible, nada más pedía al mío que estimación... la eché menos sin perder mi felicidad. La herencia inmensa del Duque de *** asegura a Julio un título brillante y una gran fortuna; y sin perjudicar a los intereses de este hijo querido, puedo disponer a mi gusto de mi corazón y de mi felicidad. -No debo espantarme ciertamente -contestó Amelia suspirando -de que a los veintiséis añois tengáis deseos de volveros a casar. Pero ¡sois feliz! ¡y emprendéis una nueva carrera!... ¡Vuestros días no podían ofrecerme sino una dulce y brillante perspectiva; en este momento se cubren para mí de una densa y sombría noche!... ¡Es tan joven la que queréis sea vuestra esposa!... ¡No tiene Clara más de diecisiete años! -¡Pero es tan ingenua, es tan pura! ¡Reúne a toda la inocencia de su edad tanta razón y un carácter tan perfecto!...-Es encantadora, convengo; su nacimiento ilustre, y encuentro muy natural que Clara, sin fortuna, sea preferida a la rica heredera con quien el cardenal de Richelieu quería casaros...-¿Por qué, pues, hermana mía, parece que este casamiento os aflige?-¡ Ah! ya os lo he dicho mil veces, tengo la más invencible oposición a este padre de Clara, a ese taciturno Montalbán, cuya fisonomía chocante forma un contraste tan marcado con la afectada dulzura de sus discursos. -No puedo entender cómo con la indulgencia natural de vuestro carácter, os halléis dominada de una tal prevención contra un hombre en el que nada habéis visto reprensible...No sé qué deciros; pero me infunde pavor. ¡Encuentro un no sé qué tan espantoso en su mirar sombrío, siempre vago cuando se le sorprende, siempre fijo cuando cree no se le ve! El no observa, espía, y esto con la inquietud propia de una mala conciencia. Por otra parte, todo es misterioso en su conducta y en su vida. Siendo francés de nacimiento, ha pasado veinte años en Alemania, quince de ellos después de enviudar; entretanto envió su hija única a Francia, cuando aún estaba en la cuna. Se ha criado ésta en un convento con magnificencia en cierto modo; nada se ha escaseado para su educación; y, sin embargo, su padre está arruinado; se ignora en qué se ocupa, y el lugar que tenía en la corte del Elector de ***. Por una extravagancia inexplicable enviaba a su hija piedras y alhajas preciosas, sin haber hecho jamás un solo viaje para verla. Da a entender que algún día gozará una gran fortuna, y rehusa explicarse sobre esto. En fin, él apenas ha un año la conoce; y, frío y severo con ella, ninguna muestra da de amarla. -¿Qué nos importa a nosotros la singularidad de su carácter? El no ha educado a Clara.... -Gracias al Cielo no hay la menor semejanza entre los dos -A estas palabras se sonrió Valmore y mudó de conversación. Pocos instantes después el cielo se cubrió de nubes, y el sonido de un espantoso trueno hizo retumbar el valle...-¡ Julio! ¡Julio! -gritó Valmore despavorido, y arrojándose en el prado. ¡A la luz de un relámpago que le deslumbró, le pareció ver a Julio a la extremidad del prado, derribado por el rayo!... Pero muy pronto le tuvo entre sus brazos. Después de este susto, trastornada su alma, no pudo dar entrada al gozo sino con un enternecimiento doloroso. Valmore estaba tan fuera de sí con este espectáculo espantoso, que parecía acababa de conocer por la primera vez la posibilidad de perder a su hijo. ¡Ah ! ¡qué corazón paterno tuvo jamás por sí mismo esta previsión desoladora! ¡El amor convierte fácilmente en certidumbre la esperanza de que nuestros hijos nos han de sobrevivir! ¡Vemos su tumba muy lejos de la nuestra! ¡Mas, ay! éste es más bien un deseo de la Naturaleza que una ley; es una promesa necesaria, pero muy a menudo engañosa, y que a nuestra vista mil veces puede ser desmentida, sin que perdamos jamás enteramente la seguridad que ofrece. Valmore estrechaba a Julio contra su pecho con ademán apasionado. Un profundo sentimiento de tristeza imprimía en su alma abatida el presentimiento más funesto: las lágrimas inundaban su rostro, y Amelia le hablaba en vano porque no la escuchaba. Con todo, al cabo de algunos minutos dio muestras de calmarse. Entonces Amelia le instó a que volviese al castillo, observando que el tiempo sombrío y los relámpagos anunciaban una nueva borrasca. -Sí -prosiguió Valmore suspirando, -el rayo parece está escondido bajo estas nubes negras!... ¡Y ha poco que el horizonte que se ofrecía a nuestra vista estaba tan puro y tan brillante!... ¡Ay de mí! ¡imagen harto fiel de la vida, y tal vez de mi futura suerte... -Diciendo estas palabras se levantó, tomó a Julio por la mano, porque en este momento de turbación no habría permitido se separase de él, y tomó tristemente el camino del castillo.

La presencia de Clara borró muy pronto estas impresiones dolorosas. Había salido del convento, llegó en aquella misma tarde con su padre. Se debían celebrar las bodas en el momento que Montalbán volviese de un viaje de pocos días que iba a hacer.

 
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de Mme. de Genlis

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