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Al cabo de un rato entró el médico: un hombre de mediana edad, delgado, algo calvo que portaba sus anteojos sobre la punta de su afilada nariz. Su chaqueta blanca estaba desabrochada el estetoscopio colgaba de su cuello y una fina lapicera asomaba por el bolsillo superior, todo en su persona exudaba pulcritud.
—Buenos días, señora Montero —saludó con cortesía, sonando extraño para mí ser llamada así.
—Buen día doctor Kebbel —respondió con cortesía mi esposo, extendiendo su mano.
—Buen día doctor —agregué, escueta, más por formalidad que por el hecho de estar bien.
—Señora Montero ¡Sí que asustó a sus compañeros! —me dijo, esbozando una leve sonrisa como para distender el momento, mientras leía lo que acababa de anotar la enfermera. Al hacerlo su gesto se trastocó en preocupación.
—¿Qué me ocurrió doctor? ¿Qué es lo que tengo? —manifesté, inquisitiva, mientras mi ansiedad iba en aumento.
Mirándome por encima de sus anteojos, con la historia clínica en la mano, respondió:
—Mucha suerte señora, mucha suerte, eso ha tenido. Lo que sucedió podría haber sido muy grave —al decir esto otra vez cambió su semblante, ahora sí con un gesto adusto.
El médico comenzó a indagar mis antecedentes familiares. Se interesó sobremanera por la salud de mis padres y abuelos. Nunca me había puesto a pensar en la posibilidad de que existiera conexión entre su salud y lo que me había sucedido.
Parte de los conceptos erróneos de vida que me había forjado, fue considerar que la enfermedad sólo le acontecía a la gente mayor. El doctor Kebbel comenzó a explicarme sobre cuestiones hereditarias que muy bien yo no comprendí. Me informó de un modo bastante directo que la descompostura y mis estudios reflejaban un accidente cerebral, que podría haber sido de magnitud.
¡Estupefacta! Así me sentí. Nunca antes supe de enfermedades, ni siquiera de las más simples. Un resfrío invernal era el cuadro de mayor gravedad que recordaba. ¿Y ahora esto? Parecía una broma de mal gusto. Me indicó una serie de estudios, recomendando paciencia descanso. ¡Imposible!
Una vorágine de sensaciones se arremolinó adentro mío. El rictus de mi cara le respondió al doctor lo que yo pensaba y él se dio cuenta. La enfermera retornó de pronto e inyectó algo en la cánula, probablemente fuese un tranquilizante ya que desperté al día siguiente.
Diez días estuve internada, lejos del mundo. Extrañaba a mis hijas... extrañaba mi casa... extrañaba todo lo que una es capaz de extrañar cuando su rutina cambia de manera abrupta. Las visitas fueron acotadas por orden del médico. Pasando mucho tiempo a solas con mis pensamientos, la estadía en el hospital se tornó interminable. Las órdenes eran claras: el doctor Kebbel creyó conveniente que mi descanso estuviera sobre cualquier formalidad social. Según su opinión yo necesitaba recuperarme con tranquilidad.
Supuse que pronto volvería a trabajar, más me informó que transcurriría un tiempo prolongado antes de pensar en esa posibilidad. Mi cuerpo progresivamente recuperaba la movilidad mientras el adormecimiento desaparecía. Al darme el alta sentí que me despojaba de una carga que no era mía.
La llegada a casa fue el escape a la presión de esos días. Preferí quedarme a solas y oscuras en mi cama (con el deseo instintivo de encontrarme protegida dentro del vientre de mi madre) y todos en la familia respetaron mi deseo.
El día del control me acompañó Carlos. El consultorio estaba ubicado a la derecha del pasillo principal del hospital. La joven secretaria nos indicó esperar en la sala contigua, luminosa, colmada de asientos apoyados contra las paredes pintadas de verde pastel.
Cuando llegó mi turno el doctor nos saludó como viejos conocidos. Al entrar grandes sobres con los resultados de mis estudios estaban sobre su escritorio. Él procedió de manera directa y concisa, sin dilatar los tiempos, a informarnos. No era precisamente una persona con rodeos. Me explicó que lo mejor para mí era conocer lo que había pasado, así, sin tapujos.
El desmayo en realidad, había sido un accidente cerebral isquémico, con la buena fortuna para mí de que fue transitorio; jamás imaginé que algo semejante pudiera ocurrirme y allí estaba yo, con la indefensión de quien se sabe enferma.
Regresé a mi hogar sin saber cómo, me sentí desconocida yo misma... y pasaron los días y los meses.
No había retomado mi actividad laboral (no podría hacerlo por bastante tiempo) por lo que aproveché para realizar ciertos hobbies que tenía pendientes. La pintura al óleo capturó mis horas y entre lienzos, paletas y pinceles, comencé el lento proceso de mejoría.
—¿Has visto mis pinceles? —Le pregunté a Carlos una mañana—. Creo que estaban aquí, sobre el aparador —continué diciendo, mientras revolvía dentro del cajón.
—Lo tenías tú hace un instante —me respondió, sorprendido, dejando de leer su revista.
—Aún no los he tenido en mis manos, Carlos —dije, asombrada por su respuesta.
“¿Creerá que estoy loca?” —pensé, con desagrado.
Algo raro estaba ocurriéndome: últimamente mis cosas se perdían o yo no podía encontrarlas. Mis olvidos eran cada vez más frecuentes, culpé al cansancio y no le di importancia.
El día que fui de compras tuve un incidente cuando llegué a la línea de cajas y no pude encontrar ni el dinero ni la billetera. Mi tarjeta de crédito salvó la situación, rescató la mercadería (que de otro modo habría quedado varada en el carro de compras) y frenó el incipiente enojo de la cajera cansada. Al abrir mi bolso, sorpresivamente, aparecieron los pinceles que di por perdidos, como si un duende olvidadizo hubiese cambiado las cosas de lugar. Sonreí pensando en la escena y al volver a casa, sobre la mesa, encontré mi billetera negra con cierre dorado que estaba abierta y apoyada como si hubiese sido presurosamente olvidada.
Conforme aumentaban estas situaciones, mi esposo sugirió la conveniencia de una nueva consulta médica. Llevé mis estudios y otra vez más pruebas y una serie de test. Durante varios meses fui atendida por un idóneo equipo de profesionales quienes trataron de descubrir el origen de todos mis síntomas.
El día del diagnóstico me levanté temprano, quería terminar con el asunto para reunirme luego con mi jefe, en vistas de acordar mi regreso al trabajo. Me vestí con el trajecito azul, camisa blanca con alforzas, zapatos altos de cabritilla y la cartera haciendo juego. El tráfico estaba imposible esa mañana. Demorada por ello, llegué al consultorio confiando en que esa visita de rutina se resolvería de modo veloz.
Cuando una es joven, sostiene la utopía de las certezas como un timón para llevar el rumbo, pero en la vida no hay fórmulas ni precisiones que nos permitan controlarla y adecuarla a nuestros pareceres.
El impacto del diagnóstico fue certero, dio en el blanco de mis emociones y me sumió en una turbación inmediata: presentaba un deterioro progresivo en mi función intelectual debido a la muerte de células cerebrales. La enfermedad se llamaba Alzheimer. Extraña en mi léxico, la percibí definitiva, condenatoria e invariable.
Confrontar la cara de la propia muerte me heló la sangre. Nadie puede decir que se ha preparado hasta que no llega el momento. Es como el ave que posada en una rama cree haber volado con sólo haber batido un poco las alas.
Jamás anteriormente había sentido nombrarla. Era irreversible. Me levanté de la silla con un impulso instintivo, como el animal herido que huye a esconderse.
No quise escuchar más... ¡No pude!... Quedé atrapada en una vorágine de explicaciones nefastas y me sentí naufragar, hundiéndome profundamente en un remolino de aniquilamiento. La bofetada violenta de la realidad en mi intelecto, confrontó las quimeras de mis perspectivas.
¿Dónde estaban ahora mis triunfos personales? Mis noches sin descanso por acariciar el éxito; los aplausos y los reconocimientos... ¿Podrían alejar este destino?
Preocupada en estos años por posesiones, patrimonio, pertenencias... ¿Cuánto de esto haría falta para comprar el tiempo?
Mis análisis económicos fallaron. Se olvidó de explicarme el profesor en la clase, o tal vez falté. En ese desolador momento comprendí que existían componentes tan valiosísimos que no podía comprarse con dinero.
El mundo ilusorio de las finanzas y ecuaciones, de la bolsa de Hong Kong y la tasación del oro. Aún si me regalaran las reservas federales... ¡La vida no se compra!
Salí del consultorio sin saber el rumbo, con la lógica arrasada de espanto, mientras pensamientos nefastos giraban confusos en mi mente.



 
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