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Estábamos en clase de repaso cuando entró el rector seguido de un novel con traje de calle y de un bedel que llevaba un gran pupitre. Los que dormían se despertaron y todos nos pusimos de pie como si interrumpiéramos nuestra tarea.

El rector nos indicó que tomáramos asiento; luego volviéndose hacia el maestro le dijo a media voz:

- Señor Roger, le recomiendo a este alumno, ingresa en quinta. Si su trabajo y su conducta son meritorios lo pondremos con los mayores, como lo pide su edad.

El novel permanecía en el rincón, detrás de la puerta, de modo que casi no lo veíamos; era un muchacho del campo, de unos quince años, aproximadamente, más alto que cualquiera de nosotros. Llevaba los cabellos cortados en línea recta sobre la frente, como un cantor de aldea, y parecía modoso y muy confundido. Aunque no era ancho de espaldas, su chaqueta de paño verde con botones negros debía ajustarle en las bocamangas y dejaba ver, por la abertura de los puños, unas muñecas enrojecidas habituadas al aire.

Sus piernas con calcetines azules surgían de un pantalón amarillento muy estirado por los tirantes. Calzaba zapatones mal lustrados, claveteados.

Empezamos a recitar la lección. Escuchaba muy atentamente, como si estuviera en misa, sin atreverse siquiera a cruzar las piernas o a poner los codos sobre el pupitre, y cuando a las dos de la tarde sonó la campana, el maestro debió advertirle para que formar a fila.

Solíamos, al entrar a clase, arrojar nuestras gorras al suelo para tener las manos libres más pronto; era preciso tirarlas bajo el banco desde el umbral, de manera que chocaran contra la pared, levantando una nube de polvo; eso era lo que se estilaba.

Pero fuera porque no hubiera observado la maniobra o porque no se atreviera a plegarse a ella, ya había concluido la oración y el novel tenía todavía su gorra sobre las rodillas. En uno de esos tocados complejos que reúnen elementos del gorro de pieles, del chapska, el sombrero melón, la toca de nutria y el bonete de algodón; una de esas tristes cosas, en fin, cuya fealdad muda tiene profundidades expresivas semejantes a las de un rostro de idiota. Ovoide y henchida de ballenas, se iniciaba con tres rollos circulares; luego, separados por una franja roja, alternaban rombos de terciopelo y de piel de conejo; después venía una especie de saco terminado en un acartonado polígono cubierto de un complicado bordado en cordoncillo, del que pendía como una bellota, al final de un delgado cordón, una crucecita de oro. La gorra era flamante y su visera relucía.

- Póngase de pie - dijo el profesor.

Lo hizo: la gorra cayó al suelo. La clase entera se echó a reír.

Se agachó para recogerla. Un chico vecino la hizo caer de un codazo; él volvió a recogerla.

- Vamos, deje de una vez esa gorra - dijo el profesor, que era un hombre chistoso.

Estalló la carcajada de los alumnos confundiendo al pobre muchacho hasta el punto de no saber si quedarse con la gorra en la mano, tirarla al suelo o encasquetársela. Se sentó nuevamente y la depositó sobre las rodillas.

- Póngase de pie - repitió el profesor - y dígame su nombre.

El novel articuló con voz titubeante un nombre ininteligible.

-¡Repita!

Se oyó la misma confusión de sílabas sofocada por las risotadas de la clase.

-¡Más alto! - gritó el maestro- ¡Más alto!

El novel, entonces, tomando una resolución extrema, abrió una boca desmesurada y lanzó a pleno pulmón, como si llamara a alguien, este nombre: Carbovari.

 
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