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Vivir es triunfar, por muy mal que se viva. Lo esencial es poseer un instrumento cualquiera y poder tocarlo uno solo a su capricho. ¡Y pensar que hay tantos que no han tenido que hacer más que soplar en ese mágico instrumento para arrancarle hermosas notas, mientras yo no he logrado siquiera tomarte la embocadura!

Y no es precisamente que me halle por completo desprovisto de inteligencia; por el contrario, he tenido siempre la suficiente para sufrir con paciencia el no tener bastante, lo cual ya es algo. Dotado, por otra parte, de cierta dosis de crítica y de espíritu analítico, he juzgado los actos propios y ajenos a veces con justicia, pero no con la necesaria oportunidad para discernir claramente y poder evitar toda fuente de error. Jamás me he desconocido a mí mismo ni he dejado de contemplar mis propios actos. Por temor al ridículo -este temor ha sido para mí un silicio eterno- anduve siempre inquieto, deseoso de observarme a mí mismo, de sondear las profundidades de mi alma, y el resultado final de estas observaciones fue el comprobar en mí la existencia del más prodigioso orgullo. Parece increíble que una pasión haya podido penetrar tan profundamente en los cimientos de un infeliz mortal.

Fuera de eso, nada y mucho al mismo tiempo. En mi pervertido cerebro, todo estaba desunido, mal acoplado, próximo a disgregarse. A menudo he examinado mi cráneo: es irregular, contrahecho, giboso... su interior me parece que debe estar lleno de cavidades.

En suma, que era digno de lástima e... ¡iba a decir inútil! La brizna de hierba que crece entre dos adoquines tiene también su razón de ser y su misión, por modesta que ésta sea. Por el mero hecho de haber nacido, ¿no es cierto, Dios mío, que me habíais creado para ocupar un puesto que yo, sin duda, no he sabido encontrar; para desempeñar un papel del cual no me he sabido hacer cargo?... No me quejo, sin embargo: he tenido mis alegrías y gozado de mi parte de sol, pero, ¡qué de adversidades!

Mi madre falleció al día siguiente de mi nacimiento, y seis años más tarde, cuando la gran inundación del Loira, murió ahogado mi padre, que era profesor del colegio de Orleáns, y habitaba, por razón de economía, una casita del arrabal.

Cuando se envejece, se recuerda sin querer el camino recorrido; diríase que el pasado nos tira de la manga: veo, como a través de un velo, a mi pobre padre, pálido y desmedrado como yo, afianzándose los lentes, o arreglándose el cabello con su descarnada mano, antes de ponerse el birrete; o bien inclinando la cabeza, con una triste sonrisa ante la ruidosa autoridad de su hermano menor, mi tío Babolain, que habitaba en los alrededores de Beaugency. Jamás dos seres unidos por lazos tan estrechos fueron más diferentes el uno del otro. Todo lo que mi padre tenía de apocado y diminuto, moral y físicamente, habíalo su hermano de hinchado y voluminoso de espíritu y de cuerpo. Dotado de un vigor prodigioso, que sus trabajos de viñador propietario se encargaron de desarrollar más aún, seguro de sí mismo, rico, apuesto, colorado, escupiendo ruidosamente y desde lejos en su amplio pañuelo a cuadros, que mantenía extendido ante su faz con sus velludas manos, cascando las avellanas y nueces con los dedos, levantando las barricas llenas, y contrayendo los músculos de sus brazos, que se complacía en hacer palpar a los otros en los momentos de buen humor... era un hombre con el cual había que contar siempre.

Cuando hablaba o reía, el huracán que se escapaba de su abultado pecho hacía vibrar las ventanas y temblar el cielo raso... ¡Ah, pobre padre mío, y qué poco os parecíais a aquel héroe cuya fama no se ha extinguido todavía en diez leguas a la redonda de Beaugency! Mi tío parecióme siempre un personaje temible y sorprendente, ogro por añadidura.

En realidad de verdad, a pesar de sus durezas, el tío Babolain hizo por mí todo cuanto estuvo en su mano.

Al salir del cementerio donde mi padre acababa de ser enterrado, colocóse mi tío, por encima de su traje verde obscuro, una larga blusa de cuello bordado, toda llena de botoncitos, cubrióse con el pañuelo la gasa de su sombrero, porque lloviznaba un poco, y cogiéndome por la cintura con un brazo, depositóme en su carricoche, en medio de los despojos del mobiliario paterno que fue posible salvar.

-Siéntate en la banqueta de la izquierda, muchacho -me dijo con voz imperiosa.

La emoción me embargaba y las lágrimas no me dejaban ver. Montó a su vez con rapidez inesperada, a pesar de los crujidos del vehículo que parecía iba a romperse, empuñó las riendas, silbó de un modo especial, y el caballejo partió al trote para pararse algunos instantes después, delante de la tienda del guarnicionero. A pesar de mi aflicción, experimenté gran consuelo, pues mi tío habíase sentado encima de mi mano, y sentía a cada vaivén un vivísimo dolor. Detuvimonos una porción de veces más delante de los almacenes, y, a cada parada, llenábase el carricoche de objetos de todas clases, pues mi tío aprovechó la ida a Orleáns con motivo del entierro para hacer numerosas compras.

Terminadas éstas, envolvióse las piernas en una manta, hizo crujir su fusta alegremente, y nos internamos en los solitarios suburbios. La lluvia había arreciado; las casas se hicieron cada vez más escasas y pronto nos encontramos en pleno campo, cubierto aún de grandes charcos amarillentos, restos de la inundación. Parecióme que todo se quebraba en torno mío; los desastres que me rodean formaban parte de mi propio infortunio. A través de mis sollozos despedíame de aquellas casitas, de aquellos matorrales, de aquellos árboles que ante mis ojos desfilaban... ¡de qué buena gana me hubiese colgado de ellos!

Pero no me atrevía a moverme a causa de mi vecino, que me inspiraba miedo, y que, de cuando en cuando, me miraba como se mira un paquete mal colocado que teme uno perder en el camino. Yo bajaba la cabeza, cruzaba las manos y encomendábame a Dios de todo corazón.

Estaba calado hasta los huesos y temblaba desde la cabeza a los pies cuando, a la caída de la tarde, llegamos al cercado. Desengancharon el caballo en el cobertizo, descargaron el vehículo y pidió mi tío la cena. Mi cara debía inspirar compasión, porque al verme en el rincón donde me había refugiado, adquirió su semblante una expresión de verdadera lástima, y me mandó acostar en seguida.

Tardé seis semanas, día por día, en abandonar el lecho, donde una enfermedad del intestino, que amenazó mi existencia, me retuvo. Levantéme, como podrá comprenderse, más pálido y débil que nunca, lo que agrandaba mis cuitas, pues mi tío experimentaba una repulsión instintiva hacia los seres enfermizos. Constábame que jamás había podido ocultar a mi padre el desdén que le inspiraba su endeble constitución, y no podía naturalmente esperar que me tratase a mí con mayor indulgencia.. Sin embargo, realicé grandes esfuerzos, no diré precisamente para conciliarme su buena voluntad, porque evitaba su presencia con el mayor cuidado, sino para no formar un contraste demasiado llamativo con los robustos seres que me rodeaban: traté de comer como los niños de la granja, de jugar sus mismos juegos, de cargar con los mismos pesos que ellos... Sufrí serias indigestiones, estuve a punto de romperme una pierna, y mi torpeza natural acabó por arrebatarme la consideración de los otros.

 
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