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La captura de Pietraccio y de su madre podía acarrear graves consecuencias para Martín, a más de contrariar los planes de don Miguel; y, reconociéndolo así, discutieron el caso y convinieron en que era necesario facilitar la fuga del asesino con objeto de evitar que se lo llevaran a Barletta, y una vez allí, delatara quizás la complicidad del condestable y la forma, en que él y su banda habían secuestrado al podestá en compañía del esbirro de César Borgia.

Pero no era fácil encontrar modo de facilitar la evasión sin que implicara responsabilidad para el encargado de custodiar al preso.

Cuando Fieramosca llegó y le pidió a Martín que permitiera a Ginebra entrar en el calabozo, turbado, como estaba, por causa de la reyerta con Fanfulla, no pudo apreciar, de buenas a primeras, si aquello podía favorecer o perjudicar sus conveniencias. Tuvo, no obstante, suficiente serenidad para tomarse tiempo, confiando en la astucia de su nuevo amigo, y volvió a subir a su aposento con la esperanza de que hubiese hallado manera de sacarle de aquel enredo. Cuando don Miguel se enteró de lo que Fieramosca pretendía, dijo:

-Si le hubiéramos pagado, no nos habría servido mejor. Dejadme hacer y perded cuidado, condestable: ya veréis si sé trabajar limpio... Pero... acordaos...

-De eso no hay que hablar... Pero siempre que las monjas...

-A las monjas -replicó riendo don Miguel -no las tocaremos: estad tranquilo. Ahora dadme las llaves del calabozo y esperadme aquí.

Entregadas que le fueron las llaves, bajó al primer piso y abrió la puerta del calabozo poquito a poco; advirtiendo que la madre y el hijo hablaban, prestó oído atento a lo que decían, agazapándose en el primer peldaño de la escalera, lugar desde donde podía ver y escuchar a los dos miserables.

La mujer había sido dejada en el suelo con la cabeza apoyada en una viga caída en un rincón, pero en las ansias ele la fiebre abrasadora que la consumía, hizo una contorsión, cayó de cara sobre el sucio y húmedo pavimento y, ya no tuvo fuerzas para incorporarse. El hijo, amarrados los brazos sobre el pecho en forma tal que no podía mover ni un dedo de las manos intentó inútilmente levantarla; y viendo que no podía valerse, quedóse arrodillado, y en el colmo de la desesperación fijaba la mirada estúpida, ya sobre el cuerpo de su madre, ya a lo largo de las paredes.

La mujer, de cuando en cuando, hacía un movimiento para incorporarse: pero estaba demasiado débil para poder lograrlo. Con mucha dificultad logró, por fin, Pietraccio meter una rodilla debajo de la cabeza de su madre -aprovechando uno de aquellos esfuerzos que hacía ella para levantarla,- y de ese modo consiguió volverla a la posición en que antes estaba; tanto dolor le causó aquel movimiento, que se llevó la mano a la frente y, después de lanzar un hondo gemido, dijo:

-¡Maldita podadera la del villano calabrés!... Pero si el diablo me deja dos minutos... ha de saber de una vez por todas quién eres... ¿A qué rogar a Dios y los santos?... ¡Para lo que me han atendido cuando les rezaba!...

 
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