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A la mañana siguiente, al acercarnos al Río Colorado, vimos cambiar el aspecto de la región, y pronto llegamos a una pradera cubierta de césped que, con sus flores, su trébol crecido, y sus pequeños búhos, se parecía mucho a las pampas. También dejamos a nuestro paso un fangoso pantano bastante extenso, que en verano se seca y queda cubierto de incrustaciones de diferentes sales, de donde deriva su. denominación de salitral. Estaba recubierto de plantas bajas y carnosas, de la misma clase que las que crecen a orillas del mar. El Colorado, en el paso por donde lo atravesamos, tiene solamente unas sesenta yardas de ancho, aunque por lo general su anchura debe ser el doble. Su curso es muy sinuoso y está jalonado de sauces y macizos de juncos. Según se me informó, la distancia hasta la desembocadura era de nueve leguas en línea recta, pero de veinticinco siguiendo el curso del río. Nos demoramos al cruzarlo en canoa debido a la presencia de unas enormes tropillas de yeguas que nadaban por el río siguiendo una división de tropas que se hallaba en el interior. Jamás contemplé un espectáculo más cómico que esos cientos y cientos de cabezas, todas en la misma dirección, con orejas erectas y resoplantes narices, emergiendo apenas sobre la superficie del agua como un enorme banco de algún tipo de anfibio. Las carne de yegua es el único alimento que utilizan las tropas en campaña. Esto les da una gran facilidad de movimiento, pues la distancia que los caballos pueden recorrer sobre estas llanuras es sin duda sorprendente: me han asegurado que un caballo, si no lleva carga, es capaz de recorrer cien millas diarias por espacio de varios días ininterrumpidamente.

El campamento del General Rosas estaba situado junto al río, y consistía en un cuadrado formado por carretas, artillería, chozas de paja, etc. Los soldados eran casi todos de caballería, y yo diría que un ejército integrado por gentes con tal apariencia de villanos y bandoleros jamás podía haberse reunido en época alguna. La mayor parte de los hombres eran mestizos de negro, indio y español. No sé por qué razón, pero la gente de esa sangre, rara vez tiene una buena expresión en el semblante. Me dirigí al secretario de Rosas para presentarle mis pasaportes, y comenzó a interrogarme en forma grave y misteriosa. Afortunadamente traía conmigo una carta de recomendación del gobierno de Buenos Aires para el Comandante de Patagones, la que fue llevada al General Rosas. Este me envió un mensaje muy atento, y el secretario regresó lleno de sonrisas y amabilidad. Nos alojamos en el rancho de un anciano español muy singular, que había servido con Napoleón en su expedición contra Rusia.

 
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