Pasamos el día en la cumbre de la montaña, y jamás el tiempo me pareció tan corto. Chile, limitado por los Andes y por el océano Pacífico, se extiende a nuestros pies como un vasto plano. ¡El espectáculo en sí mismo es admirable, pero el placer que se experimenta aumenta aún con las numerosas reflexiones que surgen a la vista de la Campana y de las cadenas paralelas, así como del amplio valle del Quillota que la corta en ángulo recto. ¿Quién puede dejar de asombrarse al pensar en la potencia que ha levantado esas montañas y, más aun en los innumerables siglos que han sido necesarios para levantar, para allanar partes tan considerables de esas colosales masas? En este caso conviene acordarse de las inmensas capas de guijarros y sedimentos de la Patagonia, capaz que aumentarían en muchos miles de pies la altitud de las cordilleras si se amontonaran encima de éstas. Mientras estuve en la Patagonia, me asombraba de que pudiera existir una cadena de montañas tan colosal como para producir semejantes masas sin desaparecer por completo. En este caso particular no hay que dejarse llevar del asombro contrario y dudar de que el tiempo todopoderoso no llegue a cambiar en guijarros y lodo las mismas gigantescas Cordilleras.
Los Andes me ofrecen un aspecto completamente diferente del que yo esperaba. El límite inferior de las nieves es horizontal, entiéndase bien, y las cumbres iguales de la cadena se muestran paralelas hasta esa línea. Tan sólo a largos intervalos un grupo de puntas o un solo cono señala el emplazamiento de un antiguo cráter o de un volcán en actividad. La cadena de los Andes parece un inmenso muro del que sobresale de tanto en tanto una torre; ese muro limita admirablemente el país.
Hacia donde se mire, se ven las bocas de las minas. La fiebre de las minas de oro es tal en Chile, que han sido exploradas todas las partes del país.