https://www.elaleph.com Vista previa del libro "El Grito" de Diego Bubillo | elaleph.com | ebooks | ePub y PDF
elaleph.com
Contacto    Viernes 26 de abril de 2024
  Home   Biblioteca   Editorial   Libros usados    
¡Suscríbase gratis!
Página de elaleph.com en Facebook  Cuenta de elaleph.com en Twitter  
Secciones
Taller literario
Club de Lectores
Facsímiles
Fin
Editorial
Publicar un libro
Publicar un PDF
Servicios editoriales
Comunidad
Foros
Club de lectura
Encuentros
Afiliados
¿Cómo funciona?
Institucional
Nuestro nombre
Nuestra historia
Consejo asesor
Preguntas comunes
Publicidad
Contáctenos
Sitios Amigos
Caleidoscopio
Cine
Cronoscopio
 
 

El Grito

Llovía aquella tarde, como había llovido durante todo el día, con una garúa molesta que chorreaba, pegajosa y sucia, en ventanas y rostros. Me puse mi gabán favorito, mi único gabán, y salí de la oficina al aire destemplado de agosto, bajo un cielo de plomo y un sol velado que se extinguía en sus últimos estertores. Tomé un taxi en la puerta de la inmobiliaria. Un auto medio desvencijado, a pesar de que no debía tener más de cuatro o cinco años. Sería un modelo ?74 o ?75, cuando mucho. El auto salió raudo de la ciudad, camino al suburbio, como escapando de las luces que poco a poco se iban encendiendo. Me dejó en las cercanías de ese barrio infausto, maldito. El conductor no se atrevió a adentrarse en las calles fangosas, bajo el pretexto de que podía quedarse varado en el barro. Después comprendí el presentimiento detrás de la excusa.

Continué varias cuadras a pie por un suelo resbaloso. En la calle, ni un alma. A lo sumo algún espíritu, pero se mantenía a resguardo de las miradas. A cada cuadra que avanzaba, el paisaje se iba haciendo más austero, más rústico; menos contemplativo, más pragmático. Una antena de TV hecha con una budinera, un palo de escoba sosteniendo una persiana. De pronto dejó de haber veredas; era todo barro. Dejó de haber calles; era todo campo. Las casas parecían diseminadas al azar, cada vez más alejadas entre sí, como si fueran dados que yacían inertes luego de haber sido parte del juego nocivo de un dios gigante.

Divisé la casa, nada amigable, a la distancia. Sola y alejada, como en penitencia, enmarcada en una tarde con aspecto de noche. Debía de ser ésa; coincidían todos los datos que me habían dado. Enseguida noté que allí no había negocio posible. No hacía falta tener veinte años en el rubro de los inmuebles para darse cuenta de eso. Pero en tanto tiempo nunca me negué a emprendimiento alguno, y la experiencia también me demostró que siempre hay alguien dispuesto a comprar lo que uno vende.

Esquivando charcos de agua sucia y gomosa, me fui acercando a la casa. Advertí dos ventanas tapiadas con ladrillos en una pared lateral; moho y musgo verde que chorreaba del techo, pintura descascarada y manchas de hollín por doquier. La fachada estaba aún peor. Parte del revoque había desaparecido dejando a la vista los ladrillos, como si fuera un esqueleto sin piel. Los postigos de las ventanas estaban desvencijados, pero aún firmes y, curiosamente, atados por fuera con cuerdas y cables. Arriba, en lo alto, una cortina rotosa en una minúscula ventana velaba los secretos del interior. La puerta, de madera maciza, era alta y rústica, y al llamador, un ángel de fundición oscurecido por el tiempo, le faltaba un ala.

Admito que dudé en seguir adelante con aquello, pero qué más daba. Ya había alardeado en la inmobiliaria, delante de mis compañeros, que yo era el único capaz de sacarle rédito al tugurio que me describían. La realidad me mostró que era más difícil de lo que pensaba, y eso me hizo dudar. Pero de todas formas, lamentablemente, seguí adelante.

Para no molestar al ángel llamador, golpeé la puerta con mis puños. Desde adentro me respondió una carcajada; no de buen humor, sino más bien insolente. Unos segundos después abrió la puerta una mujer mayor, de rostro surcado por arrugas y una mirada opaca, sin vida. Con un leve murmullo, pero más con un gesto, me indicó que pasara. Detrás de la puerta había una cancela de hierro grueso, con signos de óxido. Recuerdo que pensé que esa gente tenía las medidas de seguridad al revés: ventanas cerradas por afuera y rejas colocadas puertas adentro. Al pasar a lo que un buen agente inmobiliario podría denominar ?recibidor?, me invadió un olor nauseabundo, denso y pesado, de humedad y encierro. Pero también de algo más.

Me detuve antes de pasar al cuarto siguiente, dejando lugar para que la anciana, que se había dedicado a cerrar celosamente la puerta cancel, se me adelantara. Pasó lentamente delante de mí arrastrando los pies, sin hablar, y sin siquiera mirarme. Yo la seguí. Traspuse un umbral sin puerta; apenas una tela harapienta separaba los ambientes. Así entré a lo que, con buena fe de vendedor, sería la ?sala-comedor?. El olor allí era mucho más intenso y fétido. Lo que flotaba, suspendido pesadamente en el aire, era una pestilencia humana, un olor concentrado de encierro y orín. Un aroma a dolor.

Sobre la pared de la derecha noté las marcas de las ventanas tapiadas que ya había visto desde afuera. Me llamó la atención la carencia casi total de muebles también en este cuarto. Apenas un aparador con chucherías gastadas, estatuillas viejas y llenas de polvo, adornos aborrecibles tiznados por el hollín y un retrato en sepia de una pareja que posaba para la cámara. Pero otra cosa me sorprendió más. A la derecha del aparador había una cama donde yacía un viejo, arrugado y escuálido, retorcido en frazadas grises. Me miraba con sus ojos vacíos sobre pómulos salientes y filosos; su boca abierta en expresión de asombro o de pánico, como gritando silencio. A su lado, sobre una mesa de luz improvisada con una silla sin respaldo, había un vaso, una jeringa y un trapo sucio. Entonces noté que me había paralizado. No esperaba toparme con aquella escena. Mientras tanto, la mujer me aguardaba, mirándome impávida, para que la siguiera al otro cuarto. Me disculpé y ella, sin mediar palabra, dio media vuelta y continuó atravesando otro umbral, de cuya puerta sólo quedaba el marco.

No bien crucé hacia la otra habitación me recibió un alarido que me hizo sobresaltar vergonzosamente, y luego la misma carcajada histérica que había oído al llamar a la puerta. Sentado en un rincón, al lado de una cocina de fundición, un hombre joven y enorme me miraba divertido, mientras se balanceaba lentamente hacia atrás y hacia delante y gesticulaba agitando unos brazos gruesos que terminaban ramificándose en un puñado de dedos amorfos. Un hilo de baba pringosa nacía en la comisura de su boca, resbalaba lento por su barbilla y caía pendulando hasta su pecho. En ese momento, lo acepto, sentí miedo, o más bien, desesperación. Estuve a punto de cancelar todo y retirarme; pero el orgullo me obligó a continuar.

Atravesé la cocina, bien pegado a la pared, lo más alejado posible de ese hombre que me impresionaba, y que siguió mi paso con sus ojos extraviados, girando lentamente la cabeza.

La anciana subió una escalera estrecha y manchada de humedad y yo la seguí fingiendo observar todo en detalle. El último escalón nos depositó frente a un pasillo largo y oscuro en cuyo final había una puerta. Accioné un interruptor de luz, situado a mi derecha, pero no hubo más respuesta que un inútil chasquido. La anciana, mediante una seña tosca, me indicó que pasara adelante y avanzara por el corredor. Por suerte quedaba solo un cuarto por ver y ya podría irme, el olor me estaba descomponiendo. Caminé con pasos fingidamente seguros, no quería demostrar miedo a la dueña de casa, que seguramente me estaría observando desde atrás. El piso de madera, en pésimo estado, crujía a cada paso. Definitivamente la casa no valía ni un centavo.

Llegué al final del pasillo, me detuve un instante y empujé la puerta de la habitación, que se abrió con un ruido desafinado. Era un cuarto vacío, totalmente oscuro. Sólo estaba esa ventana que había visto desde afuera, pero era tan insignificante que apenas proyectaba un charco de luz sobre la pared opuesta. Había también un interruptor junto a la puerta, pero tampoco funcionó. En otro simulado acto de profesionalismo pasé mis manos por la pared, como tratando de saber si tenía humedad. Y no sólo eso. Fingí interesarme por la vista al exterior que ofrecía la pequeña ventana. Así que me acerqué, los brazos enlazados tras la espalda, y eché un vistazo afuera. Sólo divisé un paisaje negro y desolado. Luego volteé para decirle a la anciana que ya había finalizado la valoración, pero no estaba.

Salí del cuarto y tampoco la hallé en el pasillo. Entonces me pareció oír el ruido de la puerta cancel al cerrarse y, no sé por qué, pero aquel sonido me resultó por demás ingrato. Apreté el paso, desandando el pasillo rápidamente, y empecé a bajar la escalera.

Cuando llegué a la cocina no hallé a la anciana y supe que tampoco la encontraría en la sala-comedor o en el maldito recibidor. A pesar de todo seguí caminando rápido, para marcharme. Pasé por la cocina esforzándome por no mirar al hombre deforme, pero tuve que voltearme porque tenía la sensación de que me perseguía. Afortunadamente continuaba allí, sentado en su rincón. Y me miraba. También atravesé la habitación donde había visto al viejo moribundo y llegué a la puerta de entrada. Traté de abrir la puerta cancel, pero estaba cerrada con llave. Me sentía sudado, con las manos frías de los nervios. Maldije por lo bajo mi suerte y mis aires de suficiencia que me pusieron en esa situación. De todas maneras, a pesar de la insólita circunstancia, traté de tranquilizarme y centrar mis pensamientos en alternativas positivas. A fin de cuentas no debía preocuparme tanto. Seguramente la anciana no quiso pecar de poco amable y salió en busca de algo para convidarme. Un café, algo dulce. La gente grande suele ser servicial. Se me cruzó por la cabeza, como una chispa hiriente, la visión del barrio desierto y del descampado que rodeaba la casa, pero me esforcé por aplacar esa idea.

Me quedé unos minutos parado junto a la puerta cancel de hierro y la anciana no regresaba. Ya casi no podía ver nada; la noche se había colado por alguna ventana. Me acerqué a lo que parecía una llave de luz, la accioné y, tal como supuse, nada pasó. La instalación eléctrica tampoco funcionaba, mis compañeros tenían razón, era imposible vender esa casa. ¡Al diablo con la venta de la casa! Lo único que quería era salir de allí. Irritado por mi pensamiento infantil, me encaminé con pasos firmes hacia la sala-comedor, pero el olor intenso o el temor (probablemente una mezcla de ambos) liquidaron mi ímpetu. Me asomé tímidamente por el umbral, descorriendo la cortina roída por los colmillos del tiempo, y tomé una silla cercana. El ruido que hice al arrastrarla quebró el silencio, y desde la cocina surgió la risa trastornada del deforme, recordándome que aún estaba allí. Me apresuré a volver junto a la puerta cancel, a esperar a la anciana.

No sé cuánto permanecí allí sentado, en medio de la oscuridad, maldiciendo mi trabajo, a mis compañeros y a mi suerte. Había perdido la noción del tiempo, pero para entonces, era evidente que la anciana no volvería. Debía buscar la llave. Debía encontrar la llave. Pero en medio de esa oscuridad sería imposible. Primero debía encontrar velas.

Abandoné la silla decidido a poner fin a aquella situación bochornosa. Entré con furia al cuarto donde yacía el viejo, pero estaba muy oscuro y tuve que frenar mi impulso para no tropezar con nada. Me acerqué a ciegas al aparador, con las manos extendidas adelante, tanteando el aire. Revolví sin ver los dos cajones del mueble, pero sin suerte. Entonces volteé y pasé junto a la cama del viejo enfermo. ¡Cuál no sería mi sorpresa al ver que ya no estaba en la cama! Eso me puso aún más nervioso, ¿adónde podía haber ido, si minutos antes languidecía en su lecho de muerte? Sin embargo, las opciones eran cada vez menos. Debía, más que nunca, hallar una vela o algo para iluminar y poder, tan siquiera, ver dónde estaba parado. Seguí caminando pegado a la pared, palpándola. Llegué a la entrada de la cocina, aún más oscura y con un silencio que aturdía. ¡Qué estúpido se vuelve uno cuando está nervioso! Pregunté al aire: ¿hay alguien acá? Y el deforme me respondió desde su silla con una risita cáustica. Aunque no lo veía claramente, al menos lo había ubicado, seguía en el mismo lugar.

Me acerqué hacia donde estaba la mesada. En alguno de esos cajones debía haber algo que pudiera ayudarme. Revolví nervioso cada uno de ellos, volteando constantemente para comprobar que el deforme permanecía en su silla. Entonces pensé en la cocina. ¡Qué idiota! Con algo debían encenderla. Me acerqué apresurado y en una imprudencia tiré al suelo algunos trastos que estaban sobre las hornallas. El ruido me hizo sobresaltar de tal manera que disparé al aire un grito ahogado. No me importó. Había hallado una caja de fósforos. Entonces encendí uno, con mis manos temblorosas, y un fulgor rojizo tiñó la oscuridad de penumbra. Giré lentamente con el fósforo en la mano y vi, horrorizado, cómo el deforme se levantaba de su silla y se acercaba a mí con pasos torpes y pesados. En sus ojos ya no vi los síntomas de desconcierto que había notado antes, sino la llama roja parpadeando en sus pupilas y un brillo especial de inteligencia enferma. Y de su boca no emanaba una risa convulsiva; sus labios se estiraban dando lugar a una mueca cínica y macabra.

El miedo me jugó una mala pasada. El fósforo encendido cayó al suelo con una absurda parábola y la caja completa se escurrió de mi otra mano como si tuviera vida propia, desparramando todas las cerillas en el piso. La oscuridad volvió a ser total. Salí corriendo a ciegas, subiendo la escalera a trompicones, cayendo varias veces, jadeante, para volver a levantarme y seguir huyendo, sintiendo a cada paso que el deforme estaba más y más cerca. Atravesé el corredor, entré al cuarto y cerré la puerta detrás de mí. Agitado a más no poder me acerqué a la pequeña ventana, asomé mi cara e intenté gritar pero, al igual que en los sueños, no salió nada, apenas un leve chillido sofocado. En el segundo intento mis pulmones expulsaron su desesperación en un grito grave y sin sentido que escandalizó el aire de la noche. Mi pecho se llenó de invierno, pero mi garganta ardió como una brasa. Volví a gritar, esta vez pidiendo auxilio, y el silencio fue la peor de las respuestas.

Entonces me aparté hacia el rincón más alejado de la puerta y me puse instintivamente en cuclillas, con las manos temblorosas protegiendo mi pecho. No sabía qué hacer, no tenía escapatoria y no sabía dónde había quedado el deforme; pero pronto tuve la respuesta. Oí la madera del pasillo ceder alternativamente ante sus pasos. Y el silencio terminó de romperse con un aullido animal que rebotó con un eco metálico por toda la casa. El horror me estremeció todo el cuerpo, y el espanto me dejó paralizado y sin respiración.

Cuando pude recobrar el control comencé a gatear por el perímetro de la habitación, buscando vanamente un mejor lugar donde esconderme. Entonces sentí con pánico que algo me tomaba con fuerza del gabán. Giré violentamente dando patadas y puñetazos al aire y oí, entre los jadeos de mi respiración agitada, cómo la tela del impermeable se desgarraba. Sin embargo, nadie me atacó. Lo que me sujetaba era la manija de una especie de puertilla metálica, incrustada en la pared. Accioné la empuñadura y se abrió con un chirrido oxidado. Noté que se trataba de una especie de rampa para arrojar basura que era muy común en edificios y algunas construcciones antiguas. Desde ese escabroso túnel surgía un vaho apestosamente intenso. En ese momento oí la puerta de la habitación abrirse con un golpe seco. El deforme anunció su llegada con un alarido feroz y se encaminó recto hacia mí como si pudiera ver en la oscuridad. Apenas podía distinguir su enorme figura, pero oía cómo se acercaba; y adivinaba en su rostro un gesto rabioso y perverso. No tuve tiempo de dudar, me zambullí apretadamente por el túnel, pero resultó demasiado estrecho y quedé atascado con mis hombros, cabeza abajo. Me invadió una desesperación claustrofóbica, y al instante sentí al deforme tomarme de las piernas, mientras reía con histeria. Consternado, percibí que me subía nuevamente a la habitación y comencé a mover mis piernas violentamente para liberarme de sus manos de tenaza. Traté de aferrarme a las paredes con los brazos abiertos, pero sólo sentí el crujido seco de un dedo al quebrarse y un rayo intenso de dolor por una uña que se desprendió de raíz.

Finalmente fui sacado del hoyo, y caí de espalda al piso. El deforme enroscó sus dedos amorfos en mi cuello, y comenzó a ahorcarme con fuerza. Mientras trataba inútilmente de liberarme, aleteando mis manos como una gallina a punto de ser degollada, pude ver, desconcertado, la silueta de la vieja surgir detrás de él, con una vela en la mano.

Ése fue el último recuerdo antes de aparecer en la cama. A partir de entonces, mis memorias se tornan confusas y distorsionadas; infectadas de visiones demenciales y sensaciones inexplicables: los ojos de la vieja, bien abiertos, junto a la cama; un pinchazo agudo y penetrante en mi brazo. Algunos días se hacen interminables, y de otros sólo vislumbro una huella. A menudo no distingo el presente del pasado. Mi cuerpo, paralizado por las drogas, está cada día más débil. Mi piel cuarteada y seca reviste apenas huesos, que yacen sobre mi espalda llagada. Oigo la risa histérica del deforme, como llegando desde otra dimensión, y veo a alguien, parecido al que yo fui, entrar por la puerta. Intento gritarle que corra, que huya de aquí. Abro grande la boca y con las pocas fuerzas que me quedan grito con nervio, pero sólo escupo silencio.

 
 
 
Consiga El Grito de Diego Bubillo en esta página.

 
 
Está viendo un extracto de la siguiente obra:
 
El Grito de Diego Bubillo   El Grito
de Diego Bubillo

ediciones deauno.com

Si quiere conseguirla, puede hacerlo en esta página.

 



 
(c) Copyright 1999-2024 - elaleph.com - Contenidos propiedad de elaleph.com