El buey corneta
«Nunca falta -dice el refrán- un buey corneta»; y la verdad es
que, tanto entre la gente como entre la hacienda, nunca falta quien trate de
llamar sobre sí la atención, aunque no sea más, muchas veces, que por un
defecto.
A pesar del refrán, don Cirilo, en su numeroso rodeo de vacas,
y entre los muchos bueyes que siempre tenía para los trabajos de su estancia, o
para vender a los chacareros, no tenía, ni había tenido jamás, ningún buey de
esa laya. Tenía para con ellos antipatía instintiva, y cuando, por un capricho
de la naturaleza o por algún accidente, uno de esos animales salía o se volvía
corneta, en la primera oportunidad lo vendía o lo hacía carnear.
Y por esto fue que, una mañana, al revisar su rodeo, extrañó
ver entre sus animales un magnífico buey negro, con una asta torcida. «¿De dónde
habrá salido éste?» -pensó-, y aproximándose a él, para mirarle la marca, se
quedó estupefacto al conocer la suya propia, admirablemente estampada y con toda
nitidez en el pelo renegrido y lustroso del animal.
Y la señal, de horqueta en una oreja y muesca de atrás en la
otra, confirmaba la propiedad.
Quedó don Cirilo caviloso, tratando de acordarse en qué
circunstancias podría haberlo perdido, y sobre todo, de adivinar por qué
casualidad podía haber vuelto a la querencia un buey de esa edad, que
seguramente faltaba del rodeo desde ternero. No pudo hallar solución y quedó con
la pesadilla; pesadilla, al fin, fácil de sobrellevar.
Y siguió ocupándose de lo que tenía que hacer en el rodeo, es
decir, de «agarrar carne», lo que para don Cirilo significaba carnear alguna res
bien gorda, vaca, vaquillona o novillo, poco importaba, con tal que no fuera de
su marca. Y como los campos todavía no estaban en ninguna parte alambrados,
nunca dejaban de ofrecerse al lazo animales de la vecindad.